15. Tres dioses acuden al rescate

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En el ascensor sonaba música ligera. Ojalá no sonara nada. No estaba con ganas de música.

—Percy —dijo Annabeth en voz baja—, tenías razón sobre Luke.

Grover y yo nos miramos.

—Annabeth —dijo Percy—, lo siento...

—Intentaste decírmelo. —La voz le temblaba—. Luke es malvado. No quería creerte. Pero ahora que he sabido cómo utilizó a Silena... Ahora lo sé. Espero que estés contento.

—No, eso no me pone nada contento.

Annabeth apoyó la cabeza en el tabique del ascensor, rehuyendo mi mirada.

Grover sostenía en sus manos el minúsculo laurel.

—En fin... es bueno estar otra vez juntos. Discutiendo. A punto de morir. Sintiendo un terror atroz. Mirad, ya hemos llegado.

Sonó la campanilla, se abrieron las puertas y salimos al sendero aéreo que ascendía entre las nubes.

El aspecto del Olimpo era... bueno, no era el mejor. No se veía fuego en los braseros ni luz en las ventanas. Las calles estaban desiertas; las puertas, atrancadas. Sólo se percibía movimiento en los parques, que habían sido habilitados como hospitales de campaña. Will Solace y otros campistas de Apolo se afanaban de un lado para otro, ocupándose de los heridos. Las náyades y las dríadas procuraban ayudar, utilizando canciones mágicas naturales para curar las quemaduras y los efectos del veneno.

Mientras Grover plantaba el laurel, nos dimos una vuelta, tratando de animar a los heridos. Vi a un sátiro con una pata rota y a un semidiós vendado de pies a cabeza; también un cuerpo cubierto con el sudario dorado de la cabaña de Apolo. No sabía de quién era y prefería no averiguarlo.

Luego, Percy, Annabeth, Grover y yo seguimos adelante, hacia el palacio. Era allí adonde se dirigiría Cronos. En cuanto se las arreglase para subir en ascensor, se apresuraría a destruir la sala del trono: el centro del poder de los dioses.

Las puertas de bronce rechinaron al abrirse. Nuestras pisadas en el suelo de mármol resonaron con fuerza. En el techo, las constelaciones destellaban fríamente. En el centro de la vasta estancia, la hoguera había quedado reducida a un débil resplandor. Hestia, con su apariencia de niña vestida con una túnica marrón, se acurrucaba temblando junto a las brasas. El taurofidio nadaba tristemente por su esfera de agua y dejó escapar un mugido no demasiado entusiasta.

A la luz de la lumbre, los tronos arrojaban sombras de aspecto maligno, como de garras retorcidas.

Al pie del trono de Zeus, levantando la vista hacia las estrellas, se encontraba Rachel con una vasija griega de cerámica en las manos.

—¿Rachel? —dijo Percy—. Hum, ¿qué haces con eso?

Ella le miró como si despertase de un sueño.

—La he encontrado. Es la jarra de Pandora, ¿no?

—Deja la jarra, por favor.

—Veo a la Esperanza dentro —musitó, recorriendo con los dedos los dibujos de su superficie—. Tan frágil...

—¡Rachel!

La voz de Percy pareció devolverla a la realidad. Rachel le tendió la jarra.

—Hope, Grover —murmuró Annabeth entre dientes—. Vamos a registrar el palacio. Quizá haya reservas de fuego griego o de trampas de Hefesto

—Pero... —Grover trató de protestar antes de que ella le diera un codazo.

—¡Vale! —chilló—. ¡Me encantan las trampas!

HOPE: LA BATALLA DE MANHATTAN (IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora