9. Nos cargamos un puente *

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Percy logró que los ríos hundieran la flota enemiga, pero antes de que pudiéramos respirar tranquilos, surgió un nuevo problema. Annabeth recibió una llamada urgente de Michael Yew: la cabaña de Apolo necesitaba ayuda desesperada en el puente de Williamsburg. Y para empeorar la situación, era el Minotauro quien lideraba esa parte del ejército de Cronos.

Percy lanzó un silbido agudo, y Blackjack apareció al instante acompañado por dos pegasos más. (¿Por qué no se le ocurrió llamarlos antes? Sería todo mucho más fácil). Tras una breve conversación entre Percy y Blackjack, de la cual solo entendí la mitad —porque, claro, Percy y su don para hablar con caballos alados—, nos subimos a los pegasos y partimos rumbo al puente.

La batalla se divisaba mucho antes de llegar. La madrugada iluminaba el puente como si fuera un espectáculo de fuegos artificiales, aunque no tenía nada de festivo. El resplandor provenía de coches incendiados, flechas en llamas y lanzas que volaban en ambas direcciones.

Al acercarnos, vimos que la cabaña de Apolo estaba en franca retirada. Los campistas corrían a buscar cobertura detrás de los coches abandonados, disparando flechas desde allí para intentar frenar al enemigo. Pero no importaba cuántas flechas lanzaran, el ejército de Cronos seguía avanzando, encabezado por una falange de dracaenae. A pesar de algunos disparos acertados que desintegraban a las mujeres-serpiente, la mayoría de las flechas simplemente rebotaban contra el muro de escudos que las protegía. Detrás de la falange, una masa de monstruos avanzaba con paso firme, un centenar de criaturas de pesadilla.

De vez en cuando, un perro del infierno saltaba por encima de la línea defensiva. La mayoría caían abatidos antes de llegar a sus objetivos, pero uno logró atrapar a un campista de Apolo y lo arrastró hacia las filas enemigas. No quise mirar lo que sucedió después.

—¡Allí está! —gritó Annabeth, señalando hacia el corazón del ejército enemigo.

Y allí, como una pesadilla hecha realidad, estaba el Minotauro.

De cintura para abajo llevaba el equipo típico de combate griego: un faldellín de cuero y metal, grebas de bronce y sandalias de cuero atadas con precisión. De cintura para arriba, era pura brutalidad: pelo espeso, piel dura y músculos enormes que culminaban en una cabeza gigantesca con unos cuernos amenazantes que parecían capaces de atravesar cualquier cosa. Su imponente figura de tres metros llevaba a la espalda un hacha de doble filo que parecía diseñada para partir autobuses por la mitad.

En cuanto nos vio, soltó un bramido gutural y, para nuestro horror, levantó una limusina blanca como si fuera un juguete. Estábamos a unos treinta metros de altura, pero tuvimos que girar bruscamente para evitar el coche que nos lanzó con una fuerza descomunal.

Los monstruos rugían y vitoreaban mientras el Minotauro alzaba otro coche sobre su cabeza.

—¡Déjanos detrás de las líneas de Apolo! —gritó Percy a Blackjack.

Los pegasos descendieron en picado, aterrizando tras un autobús escolar volcado que servía de cobertura a dos campistas. Saltamos al suelo en cuanto nuestras monturas se detuvieron, y ya podíamos sentir la vibración del puente bajo nuestros pies mientras el ejército enemigo se acercaba.

Michael Yew corrió hacia nosotros. Llevaba el brazo vendado, la cara tiznada de hollín, y su carcaj prácticamente vacío. Aun así, sonreía como si estuviera disfrutando de la batalla más épica de su vida.

—¡Qué bueno que hayáis llegado! —dijo, jadeando—. ¿Dónde están los demás refuerzos?

—Por ahora, somos nosotros los refuerzos —respondió Percy con calma.

Michael alzó las cejas y soltó una risa irónica.

—Ah, genial. Entonces estamos salvados.

—Qué reconfortante optimismo —comenté con sarcasmo.

HOPE: LA BATALLA DE MANHATTAN (IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora