Por la boca muere el pez.

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La luz de la tarde se filtraba suavemente a través de las cortinas, bañando la habitación en un resplandor cálido y tranquilo

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La luz de la tarde se filtraba suavemente a través de las cortinas, bañando la habitación en un resplandor cálido y tranquilo. Me encontraba sentada frente a mi abuela, Hurrem, mientras ella peinaba mis cabellos con una delicadeza que siempre encontraba reconfortante. Su mano era firme, pero su toque era suave, casi etéreo. A medida que ella se concentraba en mi cabello, yo leía en voz alta de un libro que había traído para entretenerla.

—"En el corazón de la antigua ciudad de Venecia, donde los canales susurran secretos y el viento lleva historias..." —comenzaba la página, y mi voz se llenaba del entusiasmo del relato.

A lo lejos, en un rincón del cuarto, Murad estaba sentado frente a un escritorio, su rostro enrojecido por la frustración. Intentaba hablar italiano, pero las palabras parecían bailar en su mente sin querer formar la pronunciación correcta. Susurró para sí mismo, con un tono de desesperanza:

—No es necesario aprender esto...

El sonido de su voz, cargado de frustración, hizo que Hurrem detuviera su mano en mi cabello y girara la cabeza para mirarlo. Sus labios se curvaron en una sonrisa suave, mientras decía con tono calmado:

—Todo príncipe necesita saber idiomas, Murad. Especialmente en un país donde se habla un lenguaje distinto.

Murad levantó la vista, y pude ver la tristeza en sus ojos al recordar palabras pasadas. Habló con un tono melancólico:

—Cuando mi padre, el sultán Ahmed, vivía, él siempre hablaba en otros idiomas junto a mi madre. Recuerdo que una vez le pregunté si algún día sería sultán. Él me dijo que después de Mehmed, yo sería el siguiente.

De repente, los ojos de Murad se llenaron de lágrimas, y mi corazón se hundió al ver su angustia. Hurrem, con una expresión de profunda preocupación, dejó el peine sobre la mesa y se levantó de un salto. Se acercó a Murad y lo abrazó con fuerza, sus propias lágrimas comenzando a deslizarse por sus mejillas.

—Todo estará bien, Murad —le susurró, su voz temblando—. Te lo prometo.

Sentí una oleada de tristeza que también me envolvió mientras observaba a mi abuela y a mi hermano, unidos en su dolor. Las lágrimas de Hurrem se mezclaban con las de Murad, y yo me sentía impotente, sin poder ofrecer más que palabras de consuelo. El abrazo de Hurrem y Murad era una mezcla de amor y tristeza, un recordatorio de las duras realidades que enfrentábamos como familia.

Me apreté la mano contra mi pecho, luchando contra mis propias lágrimas. Aunque me esforzaba por mantener la calma, la tristeza y la impotencia eran inevitables. En ese momento, el dolor de Murad y la preocupación de Hurrem eran tan reales y palpables que se sentían como una pesada carga que nos envolvía a todos.

Mientras el abrazo entre Hurrem y Murad se aflojaba, él finalmente comenzó a calmarse, aunque su rostro seguía marcado por la tristeza. Se apartó un poco de su abuela, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Con voz temblorosa, Murad compartió su pesar:

—No quiero ser rey —dijo, su voz cargada de desolación—. La vida de un rey está llena de sufrimiento, y yo ya no quiero sufrir. Solo quiero ser feliz. Además, todos los reyes son malos. No piensan en su pueblo; solo hacen lo que desean.

Mis ojos se llenaron de dolor al escuchar sus palabras, y de inmediato respondí con firmeza:

—Papá fue un buen rey.

Murad me miró con tristeza, su voz temblando mientras replicaba:

—Fue bueno, y mira cómo terminó.

Las palabras de Murad resonaron en la habitación, y Hurrem, con el corazón apesadumbrado, guardó silencio mientras acariciaba el cabello de su nieto. La tristeza y el desánimo se reflejaban en su rostro, y no sabía qué decir para consolarlo.

Inconscientemente, me encontré diciendo:

—En algún momento, el Imperio Otomano será tuyo, Murad. Debes prepararte mentalmente para eso.

Las palabras salieron sin pensarlo, pero en el instante en que las pronuncié, noté que el rostro de Hurrem se tensaba. Ella me miró con una mezcla de sorpresa y preocupación. Con suavidad, se inclinó hacia Murad y le dio un beso en la mejilla, pidiéndole que saliera de la habitación y se uniera a sus tías, Sah y Nurbanu.

—Ve con tus tías un momento, Murad. Ellas querrán verte —dijo Hurrem, y Murad, aunque todavía abatido, obedeció. Se despidió de mí con un abrazo cálido y besó la mano de su abuela en señal de respeto antes de salir de la habitación.

Me quedé mirando cómo se iba, sintiendo una creciente confusión. Volví la vista hacia Hurrem y le pregunté:

—¿Por qué le pediste que se fuera?

Hurrem, con un suspiro pesado, se sentó en el suelo frente a mí. Su mirada se encontraba fija en mis ojos mientras comenzaba a hablar:

—¿Qué planeas hacer, pequeña sultana?

Su tono era grave y cargado de preocupación. En ese instante, me di cuenta de que Hurrem había descubierto mi deseo de venganza, y un escalofrío recorrió mi espalda. La revelación de mi intención de vengarme del sultán Suleiman no había sido planeada, pero estaba claramente a la vista.

Me quedé paralizada, sin saber cómo responder. El peso de mi plan de venganza, que había sido una sombra en mi mente, ahora estaba completamente expuesto ante mi abuela. Su mirada penetrante me hizo sentir como si estuviera al borde de un precipicio, y la realidad de lo que planeaba se hizo más tangible que nunca.

Me quedé sentada en el suelo, mirando a mi abuela sin decir una palabra. Hurrem me observó en silencio durante unos momentos que parecieron interminables. Luego, para mi sorpresa, comenzó a reír suavemente. La risa de mi abuela era una mezcla de incredulidad y resignación, como si estuviera entendiendo algo que antes le había sido incomprensible.

—Ahora entiendo por qué tanto apuro para salir de Edirne, por qué escapar del calabozo, por qué irse a Venecia —dijo con una risa suave—. Todo encaja ahora. Has sido muy astuta, Ayse. Pero eso se acabó. A partir de ahora, estás castigada. No podrás salir del castillo. Solo podrás ir al comedor, a tu cuarto y al de tus tías. No podrás estar en ningún otro lugar del palacio.

La risa de mi abuela se desvaneció y me llené de indignación. Me levanté del suelo y me enfrenté a ella con furia en los ojos.

—¡Eso es injusto! —exclamé—. No he hecho nada más que ponerlos a salvo a ustedes y a lo que me queda de familia. ¿Y qué importa si quiero vengarme? Ellos deben pagar por todo lo que hicieron. Por lo que le hicieron a mi imperio, a mis padres. ¿Acaso has olvidado lo que le hicieron a mis tíos Mihrimah y Selim? ¿Cómo terminaron matándose entre hermanos, Mehmed y Bayaceto?

Mi voz temblaba con la mezcla de rabia y dolor, y vi cómo la expresión en el rostro de Hurrem cambiaba. Ella se mordió el labio, claramente luchando con sus propias emociones.

—Ve a tus aposentos —ordenó, con una firmeza que dejó claro que la discusión había terminado.

Protesté, pero la voz de mi abuela se tornó grave y decidida por primera vez.

—¡Ya perdí a Kosem, a mis demás hijos! No puedo soportar perderte a ti también.

Las palabras resonaron en el aire como un golpe, y el dolor en su voz me atravesó como una flecha. Me quedé en silencio, sintiendo el peso de su desesperación y preocupación. Finalmente, me incliné en una reverencia rápida, sin decir más, y me dirigí a mis aposentos, cargada de enojo y frustración.

𝕷𝖆 𝕾𝖚𝖑𝖙𝖆𝖓𝖆 𝕯𝖊 𝕸𝖊𝖙𝖆𝖑|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora