Prólogo

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----Hace veinte años----

     La niña jugaba con sus cintas mientras esperaba a que la llamasen.
    Su padre, no paraba de mover la pierna. Nervioso. Sabía que estaba cerca de él. No podía contener su ira. Miró a su hija, viendo su mirada perdida mientras sus cintas azules se deshacían. Unas cintas que su madre había preparado con cuidado. Aunque, por los nervios, se podía notar que un lado estaba más largo que el otro los lazos. Se los había hecho mientras lloraba.
    La pequeña se fijó en la pierna de su padre. Sabía perfectamente lo que estaba pasando. Los últimos días habían hecho que la niña creciera de una manera repentina, pendiente de todas las palabras que los adultos decían, aunque todavía no entendía su significado.

    Un policía se acercó a ellos con una mujer trajeada. El padre, se levantó casi de un salto, intentando mantener sus manos en los bolsillos, como si se estuviera controlando en pegar a algo.
   — ¿Señor Gardner? Soy Otis Lang y ella es la psicóloga Magda Schmidt —señaló a la mujer de al lado con la mano, después de saludarle.
   —Encantado de conocerle —la mujer saludó al padre, después se fijó en la niña, con una sonrisa—. Hola pequeña ¿Cómo te llamas? —se agachó para ponerse a su altura, así no intimidarla.
    La pequeña miró a su padre, como si preguntase si podía hablar con ella.
   —Preséntate cariño —le dijo el padre, dándole un empujoncito para animarla. Su voz sonaba rota, con dolor.
   —Carla —contestó la niña, con una voz casi inaudible.
   —Es un nombre muy bonito Carla, yo me llamo Magda —Magda le tendió la mano para saludarla y la pequeña aceptó.
   —Puedo entrar con ella ¿no? —el padre miró al policía, dejando que las dos chicas hablasen.
    El policía se alejó un poco, para dejarlas tranquilas.
    Miró hacia una de las puertas, luego al hombre.
   —Sí, puede entrar con ella como apoyo, pero señor Gardner —el policía suspiró, intentando usar una voz calmada—, tiene que saber que una vez que entre, debe mantener la compostura —explicó con la mano, haciendo un gesto moviendo la mano hacia abajo—. Puedo entender que esté enfadado, pero es mejor no alterar a su hija.
    El señor Gardner se pasó una mano por la cara, controlando su respiración.

    Al final asintió. Tenía razón. No debía asustar a su hija con la rabia que sentía. Ya era suficiente que su otra hija estuviera en la cama de un hospital, incapaz de poder presentar declaración.
    MC era su testigo, su oportunidad. Tan solo tenían un sospechoso con las características que la niña había dado. Ahora tenían que hacer que la pequeña lo identificase.

    Carla miraba a su padre hablar con el policía. Magda la notó un poco nerviosa, viendo cómo no paraba de jugar con las cintas de su pelo. Le preocupó un poco.
   — ¿Sabes por qué estás aquí, Carla? —Preguntó a la niña.
   —Sí —asintió con la cabeza, sin dejar todavía las cintas—, estoy aquí por el caballo malo.
    Magda asintió. Seguramente había oído hablar del caso, salvo que no se llamaba así: El caso Kelpie, llamado así porque los niños los encontraban cerca de un lago en donde los caballos salvajes iban a beber agua. Se había dado aquel nombre por la criatura fantástica que atraía la atención de los humanos, para después ahogarlos en el agua.
    El miedo había caído entre los padres desde hacía meses atrás, no dejando a ningún niño solo en ningún momento, siempre acompañado. Aunque fuera en el parque de al lado, no se fiaban de que sus hijos fueran secuestrados.
   — ¿Y cómo te sientes? —preguntó con una voz dulce, para mantener la calma.
    Era un caso que había afectado a todo el mundo, no había nadie que no se sintiera enfadado con aquel criminal.
   —Estoy triste —contestó la pequeña Carla, pasando su manita por el ojo, con pequeñas lágrimas—, quiero estar con Daliah...
   —Lo sé, pequeña —Magda le arregló las cintas del pelo, intentando arreglarla un poco—. Cuando termines, podrás ir a verla, no te preocupes.
    Carla asintió, dando pequeños gimoteos.
   —Te voy a explicar un poco lo que tienes que hacer —cogió sus manitas, mirándola con compasión—, cuando entremos a esa sala, verás una fila de hombres con un número. Serán cinco hombres —levantó la mano indicando el número, para que entendiera— y tan solo tienes que decirnos cuál es el hombre que viste con tu hermana ¿de acuerdo?
    La pequeña de cabellos castaños asintió, aún con tristeza.

    Su padre y el policía se acercaron a ellos y la psicóloga se incorporó.
   — ¿Estamos listos? —preguntó Otis, mirando a las dos chicas.
   — ¿Carla? —Su padre se agachó, colocando sus manos en sus hombros— Recuerda que esto es importante-
   —Señor Gardner, por favor, no le meta presión a la niña —le aconsejó Magda, también hablando con calma al padre. No era la primera vez que había pasado por padres nerviosos, haciendo presión a sus hijos solo porque estaban preocupados por ellos—, lo importante es que sepa que usted la apoya y que confía en ella.
    El señor Gardner asintió viendo a la psicóloga, después miró a su hija, con una sonrisa triste.
   —Eres muy valiente por hacer esto, cariño —le dijo con una voz orgullosa, intentando mantener la rabia contenida por ella—, tu hermana se sentirá muy orgullosa por ayudarla.
   —Quiero ver a Daliah...
   —En cuanto terminemos aquí iremos al hospital —acarició la mejilla de su hija, controlando sus lágrimas. Después se incorporó, asintiendo a las dos personas—. Bien, vamos allá.
   —Vale, pues vamos —Otis hizo un gesto para que le acompañasen.

    Entraron en la sala y la pequeña se fijó en el gran cristal con los hombres de al otro lado mirando al frente.
    Se agarró a la pierna de su padre con miedo.
   —No te preocupes —le dijo Otis—, ellos no pueden vernos, tranquila.
    Los ojos curiosos de la niña se movieron por la sala, mientras la llevaban en el centro para mirar en frente de los hombres.
    Pasó la mirada por cada uno de ellos, pero fue poco los segundos cuando empezó a tirar del pantalón del policía.
   — ¿Sí? ¿Quién es? —preguntó poniéndose a su altura.
   —El dos —la niña sacó dos dedos, señalando con la otra mano.
    Otis se fijó en el hombre con el número dos en la mano.
    Debía de tener unos cuarenta años, su mirada, unos ojos que llamaba la atención por ser claros, parecía que se ocultaba detrás una mirada mucho más oscura de lo que aparentaba. Su barba, era canosa, con un cabello largo y con entradas, de un castaño sucio y grasiento. Miraba al frente con una sonrisa. Ya sabía por qué estaba allí. Era el único que miraba con una sonrisa. El resto de hombres, parecían controlarse en no pegar aquel hombre que había aterrado a todo el pueblo.
   — ¿Estás segura, Carla? —Preguntó para asegurarse que era él.
   —Sí —contestó la pequeña—, fue el hombre que se fue con Daliah.
    El padre de la pequeña soltó un gran suspiro, comenzando a llorar de rabia. Deseaba poder traspasar el cristal y matarlo.
   —Dijiste que recordaste algo más de él —continuó diciendo Otis— ¿Lo recuerdas?
    Carla asintió.
   —Tenía algo rojo en la mano que cogió a Daliah —señaló su manita izquierda—, era como pintura.
    El policía asintió y se incorporó, acercándose al micrófono.
   —Número Dos, por favor, extienda su mano izquierda.
    El hombre hizo caso y extendió la mano. Era un tatuaje de un caballo. Pero no era justo un Kelpie, como todo el mundo pensaba. Era rojo por los músculos de la piel. Un caballo de un solo ojo de carne sangrienta.
   —Es la mancha, papi, es la mancha —Carla miró a su padre girando deprisa la cabeza, haciendo que los lacitos se movieran.
   —Muy bien, cariño —su padre le acarició la cabeza, sonriendo mientras sus lágrimas caían—, lo has hecho bien.
    El policía salió de la sala y Magda se acercó a la niña, preocupada por si le había afectado el ver aquel hombre.
   —Has sido muy valiente, Carla —le animó la psicóloga—. Has salvado a muchos niños identificando a este hombre.
   — ¿En serio? —Sonrió la pequeña— ¿Lo he hecho, papá?
    El padre asintió, incapaz de hablar.

    Carla miró al hombre a los ojos. Sintió como si le mirase directamente a ella. Pero eso no podía ser, porque le habían dicho que aquel cristal no era capaz de verla.
    Dos policías entraron en la sala, uno le sujetó y otro le puso las esposas, pero no opuso resistencia.
    La mirada de aquel hombre seguía pendiente del cristal, con esa sonrisa de orgullo.

    Una sonrisa que Carla jamás iba a poder olvidar.

La mitad de mí / DuskwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora