Sentado en su trono de azufre observaba a las sombras pelear una y otra vez, a veces sentía que eran parecidos a los gatos, con el mundo a sus pies, simplones, sin mucha gracia. Entrecerró los ojos al horizonte y observó a lo lejos a Mors sentado sobre el acantilado frente al Templo, se movió de un lado a otro, danzando una melodía que sólo él escuchaba. Prefería referirse muchas veces a él como un hijo o un buen amigo que estaba siempre para apoyarlo. Quería devolverle el favor dándole un poco de felicidad, brindándole un poco de libertad y la respuesta siempre era la misma: "No, gracias".
Cansado de estar en el Inframundo suspiró, ya eran tres meses desde que Olympia le pidió alejarse. Sus sentimientos todavía estaban en pañales y no sabía qué hacer exactamente para que le perdonase. Incluso Orcus le pidió que pensara en algo rápido porque las mujeres no aguantaban tanto tiempo sin un poco de atención. Pero no Olympia, no era así o al menos eso pensaba.
Colocó el codo en el brazo del trono y siguió observando.
Hacía años que no reconocía que estaba aburrido. Regir su propio reino a veces podía llegar a ser solitario, ante tal idea fue por eso por lo que decidió romper una de sus reglas y salir a descubrir un mundo del que se privó tanto tiempo.
Volvió a suspirar.
—Te juro que, si vuelves a suspirar, te asesinaré yo mismo —comentó Mors sabiendo que lo oiría a pesar de la distancia que los separaba.
—Adelante, por favor, hazlo. Quítame este problema de encima.
—Plutón, sólo ve a decirle algo —apareció junto a él—. Te has vuelto muy blando desde que conociste a los humanos.
—Si conocieras humanos...
—Yo trato con humanos —replicó una vez más el mismo chiste que hacían todo el tiempo.
—Humanos muertos Mors, están muertos.
—Esta vez no es una broma amigo, sólo inténtalo, hiciste algo mal, discúlpate y regresa.
No quería hacerlo, su orgulloso ser lo delegó a quedarse ahí durante tres meses enteros sin subir a realizar su trabajo, mintió a su padre que estaría buscando algo perdido, sí, claro, era la dignidad que tenía perdida en alguno de los acantilados que había en ese lugar.
Deseaba saber qué sucedió durante tres meses, pudo preguntar a las Parcas o incluso a Mors quien subía constantemente a buscar las almas de los humanos. Su pecho se infló, iría por voluntad propia y dado que no habían llegado noticias malas hasta sus oídos pensaba que todo estuviera bien allá arriba.
Se levantó de su asiento y le mandó una enérgica sonrisa a su amigo, desapareció como bruma ante sus ojos y llegó de inmediato a su casa, todo seguía como lo recordaba. Todo excepto la calidez de la mujer que ahora seguramente no desearía verlo así fuera el fin del mundo, lo cual podía hacer.
Entró al auto y en unos cuantos minutos aparcó en el estacionamiento de la editorial, bajó de inmediato directo hacia el ascensor.
Comenzó a acomodar el botón de su camisa, apretó un poco más la corbata color borgoña y sacudió su traje gris, preparado para cualquier cosa salió de la diminuta cabina de metal y comenzó a caminar de manera elegante hacia la oficina de la jefa levantando todas las miradas sorprendidos de verlo después de mucho tiempo. Sin siquiera tocar abrió la puerta con las ansias encima suyo.
Un hombre dentro se asustó y dejó caer unas cuantas cosas.
— ¿Quién eres tú? —gritó asustado.
— ¿Quién rayos eres tú?
Un hombre de por lo menos unos 40 años, gordo con traje de segunda color gris oscuro y de lentes estaba sentado en la silla de Olympia, llevó sus manos torpes hacia el tabique de su nariz y empujó los lentes ovalados, sus entradas parecieron sudar—. ¿Dónde está Olympia?
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Por amor a los Dioses.
RomanceEncantador, carismático, sobrenatural y misterioso: Adam Henson nunca se ha sentido parte de este mundo, ¿será porque no lo es? Un Dios entre mortales intentando aprender de ellos se ve envuelto en un romance con la jefe de su empresa, Editoriales H...