XXIII

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Las primeras luces del alba se filtraron por la ventana abierta. Las cortinas, de un azul muy claro, se agitaban por la brisa. Sara se frotó los ojos soñolientos y los entreabrió para mirar el reloj. Al ver la hora, se sentó de golpe, parpadeó dos veces y pasó por encima de Franco en busca de su bata, que había dejado tirada en su lado de la cama la noche anterior. Franco rodó sobre el colchón y la atrapó con un brazo.

—No te vayas —protestó.

Sara se zafó de su brazo y se puso la bata de seda roja.

—Dijiste que me despertarías antes de que amaneciera.

Una sonrisa traviesa apareció en su cara.

—Estabas demasiado tranquila como para despertarte. —Se apoyó en los codos—. Vuelve a la cama cariño.

—No, ni de broma. —Se ciñó la bata a la cintura.

Franco se incorporó de la cama y la atrapó por las caderas antes de que ella pudiera escabullirse. Tras acariciarle el abdomen con la nariz, le soltó el nudo de la bata con los dientes.

—Para ya. Tengo que volver a mi dormitorio antes de que se despierte alguien.

—A nuestros padres les dará igual.

Se apartó de sus brazos.

No sabía por qué había sugerido siquiera que sus padres se quedaran en su casa. Se había comportado como una estúpida al escabullirse hasta su dormitorio en mitad de la noche con la casa tan llena.

—No quiero que piensen que soy una facil.

Con una carcajada, Franco la siguió y apoyó una mano en la puerta cuando ella intentó abrirla.

—No eres una fácil cariño. Eres mi mujer, mi esposa.

Sintió un cosquilleo en la piel y se volvió hacia él, atrapada entre ese cuerpo tan viril, y tan desnudo, por delante, y la dura madera de la puerta por detrás. Se estremeció cuando Franco le rozó la oreja con los labios. Unas sensaciones electrizantes la recorrieron de los pies a la cabeza. Era inútil razonar con él cuando tenía esa expresión en los ojos. Tragó saliva con fuerza para reprimir el deseo.

—Esta bien, no quiero que Gaby sepa que he pasado aquí toda la noche. Ya le caigo mal.

Franco le rodeó la cintura con un brazo y la pegó contra la puerta. Sintió su erección allí donde le tocaba el cuerpo y en respuesta todos sus músculos se tensaron por la emoción.

—Va a tener que acostumbrarse.

Cerró los ojos cuando Franco empezó a mordisquearle el cuello. Ay, Dios. Si seguía así, no se iría nunca. Se moría por dejar que la llevara de vuelta a la cama y por repetir todas y cada una de las cosas tan eróticas, increíbles y sensuales que habían hecho la noche anterior. Pero no podía. Porque había demasiado en juego a plena luz del día con la casa tan llena de gente no quería arriesgarse a que alguien los escuchará.

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