XXI

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Sara movió los dedos y estiró los pies. No recordaba la última vez que se había sentido tan relajada, tan saciada y tan tranquila. Sentía todos los músculos del cuerpo extenuados y fortalecidos al mismo tiempo. Miró a Franco y esbozó una sonrisa. Tenía la cabeza apoyada en su pecho, con el brazo por encima de su cintura, y sus piernas estaban entrelazadas. Ni dormido quería soltarla. Le enterró los dedos en el pelo y sintió los sedosos mechones contra la piel. Jamás se había sentido tan deseada, ni querida, como en las últimas horas. Habían hecho el amor dos veces más antes de que Franco la pegara por fin a su cuerpo para dejarse vencer por el sueño.

La lluvia golpeaba con fuerza los cristales, pero en el refugio de su casita, se sentía cálida y protegida. Y, de momento, feliz. Los niños seguían con sus padres, el teléfono estaba desconectado y la pesadilla que era su vida había quedado relegada al fondo de su mente. Ya pensaría sobre eso más tarde. En ese preciso instante, solo quería disfrutar del momento.

—Para —dijo Franco con los ojos cerrados.

Dejó de acariciarle el pelo.

—¿No te gusta lo que hago?

—No, eso me encanta, sigue haciéndolo. Pero deja de pensar.

Su sonrisa se ensanchó.

—¿Cómo sabes lo que estoy pensando?

—Cariño, casi puedo oír los engranajes de tu dura cabecita.

—De eso nada —repuso con voz suave—. Y no es tan dura.

Una carcajada brotó de la garganta de Franco, una que resonó en su pecho cuando él le acarició el cuello con la nariz.

—Si dices que ha sido un error, voy a tener que hacerte el amor hasta que dejes de pensar.

—No voy a decirlo.

—No, pero lo estabas pensando.

—¿Acaso lo dudas?Claro que lo estaba pensando. Soy una mujer muy lista.

Con una sonrisa, él le subió una mano por el muslo y tocó un punto de presión en su cadera. Ella se echó a reír e intentó zafarse de sus dedos.

— Que conste, estabas avisada. —Trazó un sendero de besos por sus mejillas y labios hasta llegar al cuello. Sus cálidas manos le acariciaron los pechos. El deseo volvió a correrle por las venas.

—Eres insaciable, lo sabes, ¿verdad? —le susurró mientras los labios de Franco le recorrían la oreja.

—Pero en el buen sentido.

No pudo contener la carcajada. No sabía que pudiera sentirse tan relajada con él. No había esperado la ternura que le inundaba el pecho cada vez que él la besaba. La colocó de costado, le pasó la mano por un hombro y bajó por su brazo hasta que sus dedos se entrelazaron. Franco se llevó su mano a los labios y le besó los dedos uno a uno. La emoción provocada por ese gesto tan dulce, tan tierno, se convirtió en un escalofrío. Dejó que sus dedos acariciaran la pequeña cicatriz que Franco tenía en el mentón.

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