Capítulo 9

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"Bien, es hora de llamar a los seres angelicales para que nos torturen. Bienvenidos al mar del pecado mortal".

No solía ser el tipo de persona que deseaba el mal a nadie, porque nos decían que era incluso peor que hacer daño. Aunque éramos niños, la frase no se borró de mi mente porque no podía escribirla bien y fui obligada a repetir la misma línea más de veinte veces. Casi siempre cometía errores tontos que tenían graves consecuencias.

Ese día me sentí con el derecho de dejar a un lado todo lo que me habían enseñaron, todos los temores. Era un día de trabajo y posiblemente había perdido mucho tiempo, pero no importaba, quería seguir hablado con Alice. Toqué la puerta y nadie respondió, supuse que debía estar trabajando.

No quería estar sola y en medio de algo que no podía controlar. Los pasillos me permitían escuchar el eco de mis pasos, era tan solitario que me trajo una nostalgia profunda. Los pasillos de mi casa eran así. Yo corría a través de ellos para llegar ala habitación de la abuela, luego corría por el hospital para que mis padres me dejasen verla en sus últimos momentos de vida, pero nunca pasó. Cuando la recordaba, era inevitable quedar con los ojos llenos de lágrimas, y aunque haya pasado tanto tiempo desde su muerte, la situación no ha cambiado.

Decidí esperar a la rubia en la cafetería mientras comía algo. Estuve sentada bastante tiempo, pudo haber sido una hora o dos, pero nadie se asomó, ni siquiera las cocineras. No quería ser imprudente, pero las cosas se habían tornado bastante extrañas. Me acerqué despacio, no quería otra sorpresa.

—¿Hay alguien aquí? —pregunté, pero no recibí ninguna respuesta.

La puerta de la cocina estaba cerrada, pero podían oírse algunas personas dentro discutiendo.

—¿Cuándo vamos a dejar de hacer esto? —se quejó una mujer.

—Ya viste lo que pasó cuando dejaron de alimentar una de esas cosas. Tampoco creo que alguien quiera morir.

Al menos no iba a encontrar ningún cadáver. Toqué la puerta.

—¿Qué rayos hace esta niña aquí? —indagó el mismo hombre.

—Yo sólo venía por... —Llevó una mano a su frente.

—En este momento estamos ocupados. El almuerzo será a las cuatro, ¿acaso no oíste el anuncio?

—No, yo estaba en mi habitación y hasta ahora me enteré. —Mi voz sonaba débil y nerviosa.

—Vaya mala suerte la tuya —dijo la señora del otro lado—. Por ahora no tenemos nada para el restaurante. No podemos dejar de alimentar a esas bestias por orden de Custer.

Me retiré del lugar. El único sitio donde seguramente la encontraría a la chica era en el laboratorio, pero algo me decía que no iba a tener un buen recibimiento, y así fue. La gente me miraba con preocupación, pero no podía hacer o decir nada. A pesar de sentirme cansada, pregunté por ella, y sólo me dijeron que estaba en el bosque.

Estaba bastante indecisa porque tendría que caminar más y el dolor estaba volviendo, pero lo prefería antes de estar encerrada en medio con mi propia versión del inframundo. 

El ambiente no parecía ser en absoluto pesado, podía respirar y el aire era tan fresco como el del interior de las casas. Me preguntaba cómo podían mantener tal cantidad de árboles vivos, con todos los insectos y pequeñas aves que revoloteaban. El sol parecía ser igual al de los viejos tiempos por la suavidad de su luz, ni siquiera parecía que la noche anterior, una lluvia oscura había acabado con la vida de algunos pequeños pajaritos. Sentí compasión por uno de ellos que descansaba en el suelo mientras las hormigas le devoraban los ojos, robándose su brillo y el color grisáceo de su plumaje.

Al adentrarme más noté que en el suelo habían algunas ramas marcadas con nombres. Algunos estaban borrosos y otros permitían leerlos. En algunas sólo habían combinaciones de letras y números. Pensé en preguntarle por ello a Alice al encontrarla. 

Parece algo demasiado anormal, pero vi algo de belleza en aquellas letras esparcidas. Conforme avanzaban encontraba más de estas extrañas ramas, cada vez más cercanas y cuyos escritos parecían haber sido recientes. Logré ver aquella de cabellera rubia arrodillada al lado de un gran hueco en el suelo.

Me quedé a tomar un poco de aire y darle otro pequeño vistazo a tan bello paisaje, luego avancé hacia ella. Noté que tenía en sus manos la sábana llena de sangre, cuyo rojo vivo se había convertido en un café opaco. Lloraba y ahogaba gritos desesperados mientras acercaba la tela a su rostro. Me quedé helada.

—¿Alice? —dije su nombre intentando disimular el miedo que, sin haberlo buscado, regresó.

—¿Qué rayos haces aquí? —logró decir con la voz entrecortada. 

Cuando volteó a mirar, fue inevitable el sentir pena por aquella expresión de profunda ira y descontento.

—¿Por qué tienes eso en las manos? —indagué sin ocultar mi desconcierto.

—Voy a enterrarlo también, no te preocupes —musitó.

—¿También?, ¿qué es lo que hay ahí? 

—Créeme, será mejor que no te acerques si no quieres volver a tener otro ataque de pánico.

—¿Es el cuerpo de Jenny? —pregunté después de juntar todo en mi cabeza—. ¿Por qué decidieron enterrarlo aquí y no en un lugar más apropiado? 

—El gobierno no puede permitir que algo así  salga a la luz. Matarían a su familia sólo para evitarlo. Las cosas que han hecho aquí no son correctas y no pueden dejar todo a manos del escándalo público. —Secó sus lágrimas—. Es posible que le ofrezcan una alta suma de dinero a sus familiares para que la olviden por completo y eliminen todo lo que queda de ella... Pero por más que se vuelva una exigencia, no podré dejar de recordarla y mencionarla, es un imposible.

 »Suena bastante raro, pero nos conocíamos desde la secundaria. Éramos tan cercanas que incluso estudiamos la misma carrera y buscamos trabajar en el mismo sitio, pero después de los dos primeros años esto se volvió un infierno. Para colmo, ella dejó de ser creyente y empezó a burlarse de mí. Yo busqué algún culpable para sentirme mejor, pero nunca lo encontré, había dejado de ser...  No podía ser la misma.

 Ella empezó a llorar nuevamente. Cuando traté de acercarme lanzó la sábana, tomó una pala y aquellas manos pálidas agregaron la tierra que cubrió lo que se encontraba en el interior. No podía interponerme, tratar de detenerla sólo iba a empeorarlo todo. En un momento, justo cuando se calmó, corrí a abrazarla. 

Mi abuela decía que las personas cometían tonterías después de los funerales porque no soportaba su propia soledad e hipocresía. Ese día me hizo comprender que era real, era verdad que todos íbamos a ver morir a nuestros seres queridos o en el más divertido caso, ellos iban a ser quienes nos verían morir a nosotros. Si le hubiese dicho eso a la joven desesperada, muchas cosas habrían sido mejores, pero mi miedo y un cierto sentimiento de culpa no me permitieron evitarlo. 

Ella me apartó con desprecio y se fue. Como la idiota que he sido, la seguí hasta su habitación, a pesar de mi cansancio decidí acompañarla. Quizá se sintió arrepentida o necesitaba desahogarse con alguien, pero a mitad del camino logró hablar en medio del llanto.

 —Ven aquí esta noche, vamos a hacerle una pequeña despedida. Se supone que no deberías saber eso pero, por favor, no le cuentes nada a William.

La cuestión con esto es bastante graciosa, porque estaba muy concentrada en lo que estaba escribiendo y en la gran cantidad de escenas grotescas que estaba a punto de agregar, más en específico la descripción del estado del cadáver, pero, repentinamente, me llamaron a almorzar. La sensación fue graciosa, pero, fue difícil comerme todo sin dejar de pensarlo, así que decidí olvidar esa idea, porque quiero cuidar la salud de aquellos que estén comiendo mientras leen este capítulo, pero hey, eso no significa que puedan bajar la guardia.

Jardín de rosas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora