12. Pulsera tejida

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Jueves. No, nada tenía sentido. La clase de geografía ya no tenía sentido, Carol y sus rizos ya no tenían sentido. Las ansias por jugar al tetris ya no tenían sentido, y mucho menos las caricaturas animadas de la televisión. Ni siquiera la televisión en general.

Mientras vestía un abrigo, Leon veía por el lente del telescopio. Y miraba a un par de avecillas en los cables eléctricos de las calles. Podía distinguir el plumaje amarillento de las mismas, la forma en la que parecían dar saltos en el cable y volverse a acomodar, sus pequeños ojos que asemejaba botones..., pero se aburrió. Leon se apartó del telescopio y volvió a su cama, misma donde estaba el libro de matemáticas haciéndole la misma pregunta desde hace dos horas. Leyó el cuestionamiento, pero de nuevo, no entendió, y decidió apartar la vista de la página otra vez.

Que patético. Todo. Se recostó en la cama y miró al techo. Cerró los ojos. Recordó, casi por magia, a sus manos sosteniendo las manos de otra persona, dando vueltas y vueltas, la lluvia azotando su cuerpo. Risas, una musiquilla. Marilyn. Aún no sabía si aquello había sucedido realmente, y conocer la respuesta parecía lo único que despertaba su interés verdaderamente, aunque fuera mínima. Quería conocer la respuesta, pero ir a casa de Aaron..., que difícil.

Fue hacia la cocina, descolgó el teléfono y comenzó a picar los botones. Esperó, pero como siempre, el teléfono de Marilyn estaba desconectado.

—¿A quien llamas? —preguntó Rachel.

—Nadie, ¿puedo ir con Aaron?

Bajó de la bicicleta, la dejó caer y después la miró por unos largos segundos, casi como diciéndole "¿por qué me trajiste aquí? ¿Por qué me obligaste a venir?" Pero la bicicleta no respondió. Tocó la puerta de la casa, quien lo recibió no fue otro que Aaron. Se miraron, uno cuestionando la presencia del otro.

—Vine a ver a Marilyn.

—Cómo quieras.

Y Aaron dio media vuelta y fue a encerrarse en su habitación. Leon se adentró a la sala, escuchaba una canción de los Beatles en la cocina. Fue a asomarse, y se encontró con Marilyn de espaldas, vistiendo una camisa de tirantes y una falda que casi llegaba hasta sus tobillos. Ella ponía mermelada de fresa en una rebanada de pan. Había un pequeño espacio disponible entre el desastre de la encimera, un pequeño espacio ocupado por el frasco y la grabadora.

—Hola —murmuró Leon.

Unos segundos, sólo se escuchaba el tintineo del tenedor contra los bordes del frasco de mermelada. Marilyn dobló la rebanada, dio un mordisco, y casi como si apenas hubiera escuchado el "hola", se dio la vuelta.

—Hola Leon, ¿quieres uno?

—Ya sabes que no.

Marilyn asintió lentamente. Los mechones de su flequillo parecían más largos y dispersos que nunca.

—¿Cómo has estado?

—Horrible —contestó Leon—. ¿Y tú?

—También yo.

Leon desvió la mirada, se preguntó si sería buena idea acercarse a la encimera o si era mejor quedarse a mitad de ahí como un idiota.

—¿Cómo están las cosas en tu trabajo?

—Me despidieron —Marilyn se quitó la mermelada de la comisura del labio—. Era obvio que eso iba a pasar. ¿Cómo estás tú con Joe?

—¿Cuándo te conté sobre Joe?

—El otro día, cuando estábamos en el sofá, ¿no lo recuerdas?

—No mucho.

Leon caminó vagamente por la cocina, Marilyn dio pequeños mordiscos a la rebanada de pan. Una pesada gota de mermelada cayó sobre la blusa de ella, misma que no tardó en quitar.

¿La amas, Leon?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora