A primera hora de la mañana, Leon estaba empujando la bicicleta a la vez que caminaba a un lado de ella. Sudaba tanto que el cabello estaba pegado a la frente, al igual que la camisa a su espalda. Su mente era un gran vacío, como poner la oreja en una caracola. Quizás no pensaba en nada porque ya no había razón para pensar en nada, después de todo..., a las ocho de la noche todo habría terminado. Espera. No tenía porqué aceptarlo, todavía había tiempo de retractarse. Pero, ¿quería retractarse? ¿Quería vivir? ¿Había razones para vivir? ¿Y qué haría con Marilyn?
Cada paso le costaba, se sentía como aquella tarde del jaspe, cuando cada paso podía ser el último porque acabaría volando. Leon asumió que se desmayaría otra vez, pero aquello no pasó. Quizás estaba ansioso.
Caminó entonces por la acera, sin lograr pensar en nada más allá de preguntas. ¿Desde cuándo su vida se había convertido en preguntas tras preguntas sin nunca respuestas? Era un maldito nudo alrededor de su cuello, como una soga... Entonces recordó lo que le había gritado Aaron "córtate las muñecas, muérete" Y se preguntó, ¿morirse dolía? ¿Morirse era más doloroso que vivir? ¿Había algo del otro lado?
La bicicleta rechinaba a un lado suyo. De pronto se detuvo. La sensación de no tener sentido le invadió otra vez, ni siquiera él mismo tenía sentido. Se estremeció. Y al estremecerse, notó que no tenía nada que lo pudiera sacar de su miseria. Ni siquiera Marilyn, ni vomitar, ni la televisión. Estaba sólo y vacío, vacío como una patética....
Describir la soledad absoluta era difícil, casi tan difícil como intentar comprenderla. Pero Leon sentía una feroz soledad. Una soledad que lo mataba con tanta agresividad que le había herido hasta pesar "diez kilos menos para su edad", hasta perder el por qué y para qué de la vida, hasta aferrarse a una pobre chica de cabello rizado y luego a una de ojos azulados. Y por ello su mundo, su pequeño mundo y todo lo que conocía a sus catorce años, ya no tenía sentido. Oh, Dios, si hubiera estado acompañado por alguien, realmente acompañado, aunque fuera por sí mismo, las cosas hubieran sido diferentes. Pero se odiaba, la cuestión era esa, se odiaba tanto que no se soportaba. Ni siquiera podía soportar que las lágrimas se derramaran nuevamente...
¿Dónde está la tierra de la esperanza? Quizás aquello tampoco existe.
Un paso, otro paso. ¿Qué diferencia tenía estar muerto con su vida actual? No mucho, en realidad. Si la vida fuese esos momentos de euforia, esos momentos de alegría ridículamente explosiva que se viven en el día a día... Leon estaría muerto. Completamente muerto. ¿Y muchos no definían la vida como eso, como la paz después de la tormenta? Pues Leon nunca lo tenía. Ni siquiera en aquel túnel..., aquello había sido como un sueño que muere a los pocos minutos de despertar.
Se acabó. Estaba decidido. Al diablo. Todo. Ahora.
Ese día, el último día, transcurría rápidamente. Después de tomar la decisión, se encontraba en casa en un parpadeó. Su madre le recibió con los brazos extendidos, lo llevó al sofá y le preparó una taza de té. Rachel barría el suelo mientras Leon veía al difusor flotar en el agua hirviendo de la taza.
-¿Sabías Leon, que te quiero mucho?
-Yo también.
-¿Recuerdas que te dije que iríamos de vacaciones a Canadá? Pues mejor hay que ir a donde tú quieras, todavía tenemos tiempo de programar otro viaje.
Leon siguió observando su taza y al vapor, ¿a donde quería ir de vacaciones? Era un país, y no podía recordar cuál de todos. Sentía que aquella conversación sobre las vacaciones y Canadá había sido hace demasiado tiempo.
-No puedo recordar.
-¿Cómo no vas a recordarlo? -su madre dejó de barrer para girarse-. Estuviste insistiendo mucho, recuerdo que incluso pegaste una nota en el refrigerador que decía que...
-Si insistí tanto, ¿por qué no me escuchaste en ese momento?
Rachel bajó la mirada y volvió su atención a la escoba.
-¿Mamá?
-¿Sí?
-¿La tristeza puede afectar a un bebé? Durante el embarazo, quiero decir.
-Oh, no te preocupes por mí, cariño. Estamos juntos en esto, no tienes por qué guardarte nada. Así que, ¿por qué no vas a arreglarte un poco y vamos juntos por unos helados? Bueno, o podemos ir a dar un paseo en el auto, tu sabes, sin comida implicada.
-¿Y si vemos una película aquí en la sala?
-Me parece una idea estupenda.
Juntos, en el sillón, ambos con los pies en la mesita de té, se dedicaron a observar esa película de Godzilla que Leon amaba tanto cuando era niño. ¿Así es cómo quiero pasar mis últimas horas? se preguntó Leon, y la respuesta fue: ni siquiera recuerdo porque esta mierda me gustaba, pero da igual. No tengo fuerza para hacer otra cosa.
Sorpresivamente, no lograba entender los diálogos ni las secuencias de acción del todo, casi como si la película estuviera en japonés y él tuviera la visión de un daltonico. La mano de su madre fue a parar sobre el cabello de Leon, luego lo acariciaba como un pequeño gato.
-Hueles a perfume de chica -comentó su madre con una pequeña sonrisa-. Mentira, apestas a perfume de chica.
-Mamá, te quiero. ¿Me perdonas?
-¿Perdonarte de qué?
Leon no contestó, su mirada seguía fija en la televisión parlante.
-Yo siempre te perdonaré -dijo su madre pensando en la comida-, tú eres lo que me importa.
Después, había un asunto que tenía pendiente: levantó el tubo del telescopio por encima de su cabeza, y luego lo golpeó contra el piso. Rompió los cristales y poco más. Lo dejó caer y luego se sentó en la cama, con una hoja y un bolígrafo en la mano. Tenía que dejar un mensaje para su madre, un mínimo de explicaciones, ¿no?
Estaba tan aturdido por sus emociones y pensamientos que no lograba pensar más allá de media oración, y ni siquiera eran oraciones buenas. Perdió dos malditas horas en ello, y no tenía nada para cuando el reloj marcó las cuatro. Entonces, escribió algo rápidamente, lo único que parecía real y coherente en todo su cerebro. La letra salió tosca, pesada, cada trazo puesto con tanta agresividad y tinta que lo que dejó escrito fue una oración visualmente parecida a una larga firma en un cheque:
Gracias por ver Godzilla conmigo. Te quiero mucho, estaré bien.
Lo dejó sobre la cama, la hoja extendida junto con el billete de cien espinelas. Bien, ¿ahora que seguía? ¿Ordenar su habitación? ¿Ir a dar una vuelta para ver al mundo por última vez? ¿Llamar a sus abuelos o quizás su padre? No. No quería hacerlo. No le quedaba energía para ninguno de esos rituales emocionalmente pesados, y además tenía la vaga creencia de que si lo intentaba, acabaría por arrepentirse. ¿Qué tal si se ponía a limpiar el armario, y encontraba algún soldadito de plástico con el que solía jugar por horas cuando era niño? Posiblemente los recuerdos lo harán arrepentirse de su decisión, o quizás no ocurriría nada, como con Godzilla.
Se sentó entonces, en el suelo, a mitad de su habitación. Las paredes eran enormes y el techo lejano. ¿Cómo terminé así? ¿Yo no era feliz hace muchos años? ¿Quién tuvo la culpa? ¿Yo?
-Leon, iré a hacer las compras, nos vemos para la cena -gritó su madre desde afuera.
-¿Puedo ir con Aaron?
-Sí, pero regresa antes de las nueve.
ESTÁS LEYENDO
¿La amas, Leon?
Short StoryEs la historia de la silenciosa pero rápida muerte psicológica de Leon Sawyer, un muchacho de catorce años que atraviesa una violenta crisis en su vida social, familiar y personal. A mitad de esta crisis, aparece Marilyn, una extravagante chica quie...