15. Cien espinelas

23 3 19
                                    

Lunes. De maravilla. Estaban en el parque de Robles, tumbados sobre una manta y debajo de la sombra de los árboles. Al ser un lunes por la mañana, no había nadie más en aquel sitio además de gente haciendo ejercicio. Pero ellos, Marilyn y Leon, estaban demasiado cómodos. Manos entrelazadas, los ojos cerrados y disfrutando de la brisa. Marilyn vestía con lentes de sol, unos pantalones de campana y una blusa de tela delgada.

Había envolturas de Kitty-mau a un lado de ellos, y llevaban un buen rato así, sin decirse nada.

—Hoy tenía exámenes finales —comentó Leon.

—Aburrido.

—Muy aburrido.

—La vida es esto, Leon. La vida es tumbarte sobre la hierba con la persona que amas, no es estresarte por preguntas sobre papel. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—¿Por eso dejaste la escuela?

—Mi padre no estaba dispuesto a pagar la colegiatura de todos modos, y además él creía que lo mejor era que ayudara con las facturas.

—Pero no trabajas.

Marilyn se rió como quien ha sido atrapado robando galletas del frasco.

—¡La vida tampoco es estresarte por ganar cinco espinelas en la jornada!

—¿Entonces qué es la vida para ti?

—Te contaré —se llevó los brazos detrás de la cabeza, para usarlos como almohada: —La vida es encontrar una forma de sobrevivir a ella. Algunos encuentran esa forma en el arte, otros concentrándose en sus trabajos, otros emborrachándose, algunos más viajando...Pero yo la encontré en despreocuparme. No me importa nada realmente, sólo tomó cualquier cosa que pueda hacerme feliz. Por eso estoy contigo ahora mismo.

—¿Por eso me amas?

—Te amo porque..., eres diferente. Eres como..., tú no..., no te preocupas del...

—Ah, ya entiendo.

Marilyn se rió, se dio la vuelta para quedarse boca abajo y apoyó su rostro en uno de sus brazos.

—Creo que en ocasiones eres tan histérico contigo mismo que nunca te fijas en los errores de los demás, por eso nunca juzgas ni te enfadas con la gente.

—Sigo sin entender.

—Bueno, no hagamos preguntas por hoy.

Leon asintió, que radiante se veía ella. Tenía los lentes de sol, los pendientes largos y sobre adornados, la sonrisa brillante..., en partes era como ver a un árbol de navidad con centenares de accesorios y adornos.

Sí, esa era la vida. La verdadera vida. Podría estar muriendo en un examen de lengua, pero en vez de eso está hipnotizado con la belleza de la tierra de la esperanza. Y lo mejor de todo es que ella está ahí, al alcance de su mano, de sus labios... De pronto un rayo de luz terminó por dar directamente en el rostro de Leon. Entrecerró los ojos y se vio obligado a apartar la vista de ella.

Tierra de la esperanza.

—¿Por qué Aaron y tú ya no se hablan? —preguntó Marilyn.

Leon hizo silencio, ¿qué parte debería de contar? ¿Esos puñetazos del autobús? ¿Lo de Carol? ¿La guerra fría entre ambos?

—No lo sé. ¿Qué crees que opine de que estemos saliendo?

—Te va a matar.

—¿Y por qué?

—Más despacio con tus preguntas, Leon. Yo tampoco entiendo a Aaron.

Y de vuelta en casa, en la mesa, con sus abuelos a un lado. Con cada bocado Leon sentía un torrente de emociones ferozmente inexplicable. Estaba comiendo más de lo que nunca había hecho. Lo que sea por Marilyn, se decía. Era como una muestra de.., ¿amor?

Sus abuelos charlaban con Rachel, pero eran como un sonido blanco incompresible e irrelevante para Leon. De pronto, su abuelo le tocó uno de los hombros, Leon miró a la izquierda y se encontró, por debajo de la mesa, con la mano arrugada sosteniendo un billete de cien espinelas. Leon tosió por la impresión, casi escupe toda la comida:

—¿Cien espinelas? ¡¿Perdiste el juicio?! —preguntó en un murmuró.

—Son para ti, muchacho. Sólo tómalos —después de un par de segundos, el hombre agregó sin estar muy seguro: —Escuché que tuviste días difíciles. Me alegra que estés comiendo.

Leon agradeció y guardó el billete en uno de sus bolsillos.

—Compra esa computadora de la que tanto parloteas —su abuelo sonrió—. Pero no le digas a tu madre que yo te di ese dinero, ya sabes cómo se pone.

—Hey, Leon —dijo la abuela desde el otro lado de la mesa—. ¿Ya vas a decirnos por qué intentaste matarte?

—¡Mamá! —chilló Rachel—. Te pedí que no tocaras ese tema.

—Hay que ser directos con los hijos, cariño —dijo la abuela y luego volvió la atención a Leon—. ¿Sabías tú que durante la guerra de independencia nosotros no teníamos nada para comer? Mi familia sobrevivió a base de té de agujas de pino, ¿puedes imaginarlo? Y tú tienes carne tres veces por semana y la evitas a toda costa.

—¡Alice, eres una maldita insensible! —la voz grave y gastada del abuelo retumbó en la habitación.

—¿Yo soy una maldita insensible? ¡Leon es quien se ha rehusado a comer después de que estuviéramos dando dinero por años para que nada le falte! ¡Es quien eligió ser egoísta y solo pensar en él!

—Tú no sabes por lo que ha estado pasando, no asumas las cosas de una manera tan...

—¡Por favor, Franklin! Es un niño, tiene catorce años. ¿Qué es lo peor que pudo pasarle en la vida? ¡Es un exagerado!

—¡Cierra la maldita boca! —gritó Rachel al borde las lágrimas—. Estás hablando de mi hijo.

—¡Tú eres la que debe callarse, Rachel! ¿Cómo pudiste no darte cuenta? Tu supuesto amado hijo está en costillas, y dijiste "diez kilos menos, diez menos de lo que debería para su edad" Y en vez de notarlo estuviste revolcándote con ese tal Joe sin siquiera estar comprometidos.

—¡Basta! —el abuelo se puso de pie—. Es claro que todos estamos conmocionados por... Rachel, no llores cariño. ¿Dónde está Leon?

La acera de la calle, la acera gris al lado de la calle. Leon estaba afuera de la casa, contemplando las construcciones y los vehículos ..., mentira. No estaba viendo nada de ahí, estaba mirando hacia el final de ese campo de rugby, el mismo que miró en el hospital. Sus manos estaban aferradas al pantalón corto, sólo para intentar que no se sacudieran por sí mismas. Dios. Se sentía tan fuera de sí que tenía la firme creencia que, si se arrojaba a la calle y dejaba que un auto le pasase por encima, no dolería. ¿Y qué evitaba que se arrojara a la calle? Pues la radiante sonrisa de una muchacha..., en un parque de Robles.... Las manos en su espalda...

Otra vez estaba llorando. Pero lloraba porque la desesperación de volver a Marilyn se volvía demasiado intensa, casi insoportable. Se dio la media vuelta y caminó por la hierba del jardín. Se dejó caer y así, sobre las rodillas y las manos, dejó que el asqueroso vómito cayera a la tierra. Trozos de carne, queso, pasta, de lo que alguna vez fue lazaña. Se acostó en la hierba. No era suficiente. ¡Ya no era suficiente! Marilyn era lo único suficiente. La tierra de la esperanza, lo dijo demasiadas veces, y lo seguiría diciendo un sin número de veces más.

Se pasó las manos por el rostro tantas veces que se ensució de tierra.

—Leon, cariño —susurró su madre, atrás estaban los abuelos.

Incapaz de articular palabra alguna, Leon se dio la vuelta y le dio la espalda. Vio entonces a su bicicleta toscamente abandonada a un par de metros. El olor espantoso a vómito hizo que Rachel arrugara la nariz, y que luego se echase a llorar históricamente.

Pero Leon no presto atención a ello, se había levantado y ahora estaba arriba de la bicicleta, pedaleando tan rápido como podía.

—¡Vuelve aquí!

Leon, vuelve aquí. Gritaban las voces, muchas veces, demasiado. Pero no prestó atención. El viento le cortaba la cara, se dirigía a la maravillosa, intocable, tierra de la esperanza. 

¿La amas, Leon?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora