Capitulo 1 Una carpeta roja

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Me llamo Laura Mendoza, pero esta no es del todo mi historia. En realidad, hablaré sobre alguien que marcó mi vida: Amanda Albis. Todavía recuerdo cómo era hace unos años, una joven distraída que evitaba decir cosas serias, sus manos temblaban a menudo, tenía problemas para concentrarse y lo más sobresaliente, creo yo, era su costumbre de escribir cartas. Solo en esas páginas escribía lo que realmente pensaba. ¿Por qué? No sé, pero era su forma de expresar desde lo trivial hasta sus sentimientos profundos.

Conocí a mi mejor amiga en la escuela cuando teníamos 15 años. Me transfirieron de un colegio privado a uno público después de que mi padre perdió su trabajo y consiguió un empleo menos remunerado. Por esa razón y sin más opciones, tuvo que recortar algunos gastos. Yo no quería dejar a los amigos que estudiaban conmigo y despedirme de esos recuerdos que llenaron de alegría mi juventud. Sabía que iba a ser difícil acostumbrarme a aquella nueva circunstancia.

La primera vez que vi a Amanda fue en mi primer día de clases: estaba de pie en uno de los largos pasillos de la escuela y, no sé por qué entre tanta gente me fijé en una persona de apariencia tan común, pero en mi interior sentí como si hubiese algo distinto en ella. Esa joven de piel clara, cabello castaño y ojos de color café, ajustaba sus anteojos con una mano, mientras cargaba una carpeta roja en su otro brazo y se veía despistada. Observé cómo se dirigía al salón de clases donde me tocaba entrar.

La profesora Lucía Núñez, sentada en su escritorio y muy relajada, leía el periódico esperando que entraran los estudiantes. Esa mujer no era igual a los profesores del colegio privado, donde todos ponían mala cara, eran estrictos y más organizados. Y esto daba vueltas en mi mente porque me sentí abrumada al ver tantas cosas nuevas. Ahora es que comprendo que esta escuela no era tan diferente a la otra, pero en medio de una situación así, el temor me hizo tener otra perspectiva.

Había un asiento vacío al lado de Amanda, y para no tener que pasar entre las miradas de los chicos y caminar hasta los puestos de atrás, decidí sentarme ahí. Ella giró su vista hacia mí, me sonrió de forma amistosa y luego siguió revisando su carpeta roja. Apenas comenzaba el año escolar y era el primer día de clases, ¿qué tantos papeles podría tener en su carpeta? Eso me pregunté, pero después oí decir a la profesora:

—Bienvenidos, mis muchachos, a este nuevo año escolar. Como ven, me toca darles clases otra vez. ¡Ya saben que no pueden deshacerse de mí tan pronto! ¡Y espero que vengan con las pilas puestas! Para empezar, hoy quiero presentarles a una nueva estudiante: Laura Mendoza.

Mientras tanto, me señalaba y los jóvenes aplaudían sin muchos ánimos, esa era la costumbre cuando llegaba alguien nuevo. Amanda me miró y me dijo un poco insegura:

—Hola, Laura —y me dio la mano—. Mi nombre es Amanda.

Y su mano era tan fría como si hubiese agarrado hielo unos segundos antes. Ese fue el momento en que se presentó, fue la única en hacerlo y observé de reojo que los demás se nos quedaban viendo o tal vez solo la veían a ella. Además, estuvo jugando con su lápiz durante toda la clase, no prestó atención a más nada. De cualquier manera, esas miradas me intimidaban y entorpecían mi concentración en las clases.

Pasaron varias semanas y cada una me dejó un montón de tareas pendientes. En casa, mis padres discutían mucho y ellos se amenazaban hablando de su separación, por eso, se me hacía difícil mantener el optimismo y mi alma se hacía cada vez más amarga.

Noté que Amanda destacaba entre sus compañeros por sus chistes tontos que irritaban hasta mis ganas de vivir. No prestaba atención a lo más importante, pero los profesores no objetaban su comportamiento y le demostraban bastante consideración. Cualquiera podía ver que Amanda parecía una niñita: no hacía más que hablar de programas de televisión, y ya nadie quería hacer las tareas con ella. Ahí comprendí por qué la miraban de esa manera, como si estuviera loca. Pero había algo en sus ojos brillantes y llenos de inocencia, que me hacía pensar que era un buen ser humano. No como yo, que siempre andaba con mala cara, malhumor y una frustración intensa de no tener condiciones tan perfectas como antes. Al menos mis habilidades para conversar y socializar me hicieron ambientarme en un grupo de jóvenes. Como sea, la personalidad de Amanda me caía mal, su risita me timbraba los oídos y creía que no tomaba nada en serio.

Una carta entre silenciosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora