Capítulo 9 También creo que existe

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Al cabo de unos días, en la escuela nos mandaron a hacer un proyecto. Ese era diferente a los demás: teníamos que hablar sobre nuestros sueños y metas. Yo no sabía qué quería hacer después de graduarme, así que no estaba muy enfocada. Menos mal que nos avisaron con mucha antelación, porque sería el último proyecto.

En clase, veía cómo Alexandra con su cara de odiosa le volteaba los ojos a Amanda y susurraba cosas sobre ella en un tono burlón. Me moría de ganas por partirle la cara de un solo puño, pero me frenaba para no meterme en problemas. La mejor alumna de la clase no debe ser peleona, ¿verdad? Entonces, el profesor se levantó y dijo:

—Alumnos, quiero decirles que estoy muy orgulloso de ustedes por lo que han logrado este año y los felicito. Sin embargo, si queremos llegar al primer lugar entre todos los colegios, tenemos que aumentar los promedios. Estamos cerca de lograrlo, yo sé que alcanzaremos la meta con más esfuerzo y con la ayuda de Dios.

En un tono sarcástico, Alexandra murmuró:

—Dios no existe.

El profesor no la escuchó, pero Amanda sí. Entonces volteó de inmediato y empezó a verla fijamente. Al darse cuenta, Alexandra le dijo con hostilidad:

—Y tú, ¿qué tanto me miras?

Pero observé que no le respondió nada y bajó su mirada. Me di cuenta de que tal vez le afectó que la arpía dijera eso sobre Dios. ¿Por qué?

Después de clases, ella y yo nos fuimos juntas para mi casa con el objetivo de hablar sobre el proyecto final. Era la primera vez que me visitaba, porque mi papá ya no estaba viviendo conmigo. Por eso, ya no tenía motivos para avergonzarme por las peleas entre mis padres.

Entramos en mi habitación donde todo estaba muy ordenado y presentable: la ropa doblada y organizada por tonos de color y la cama bien tendida. Admito que en mis años de adolescencia era perfeccionista, pero eso me ayudaba a ser disciplinada, a escribir y leer mucho. Sí, yo era una cerebrito, es decir, todo lo contrario a mi amiga, quien no se veía preocupada por los estudios.

Empezamos a conversar sobre las cosas que nos gustaban, pero no sabía qué carrera era idónea para mí. Me encantaba la matemática y la física; sin embargo, no quería dedicarme a eso. Y en el caso de Amanda, me decía que no se imaginaba en una universidad con un montón de libros, si no dejaba de confundir una letra con la otra en cada lectura. Al parecer, coincidíamos en no saber qué hacer con nuestras vidas. Luego, en medio de la conversación me interrumpió para decirme:

—Laura, hay algo que no entiendo.

—¿Sobre qué?

—Sobre Alexandra. ¿Por qué alguien no creería en Dios?

—No sé, ¿me preguntas eso por lo que dijo en clases?

Al instante, sacó la carpeta roja de su bolso. Pensé que iba mostrarme otra de sus cartas pero, en lugar de eso, me enseñó un dibujo. En él, había un cielo despejado que se unía al mar, unas gaviotas volando y en medio, un sol enorme resplandeciendo en distintos tonos de amarillo. Estaba muy bien pintado, era sencillo y hermoso. Abajo decía en letras cursivas: «Yo creo en Dios». Después, me dijo:

—Sí, es por lo que dijo en clases —y frunció el ceño—, no puedo entenderlo.

—Yo tampoco, Amanda, pero…

—Es que, si no existe, nada tiene sentido. ¿A quién le pide que la ayude?

—No sé, tal vez no lo dijo en serio.

—Es que, yo sí siento que Dios me está ayudando. ¡Está mal decir esas cosas!

—Cálmate —repliqué—, no sabemos por qué piensa así, pero no dejes que su actitud te afecte. Ella solo es una arpía, en cambio, tú tienes un dibujo muy hermoso en tus manos. ¿Y por qué pintaste un sol?

—Porque así de inmenso y brillante debe ser Dios, ¿no?

—Pues tu dibujo es inspirador y yo también creo que existe. Pero mi papá siempre me dice que es mejor respetar lo que piensan los demás. Y no hay que prestar atención a lo que dicen personas como Alexandra. No dejes que eso te moleste. Aunque, te diré la verdad: a veces tengo que contenerme para no darle un puñetazo en la cara.

Después de decirle esto, Amanda se rió un poco y se relajó. En realidad, lo menos que hicimos esa tarde fue hablar sobre el proyecto. Al parecer, le afectaba más el ateísmo de la arpía que la tarea que necesitábamos para graduarnos. Ella lo tomaba personal, y si no cambiaba esa forma de ser, en algún momento íbamos a chocar en nuestras opiniones.

A medida que corrían los meses, me fijé en cómo los profesores la ayudaban. Algunos se quedaban después de clases para explicarle los temas con más claridad. Otros le mostraban dibujos e imágenes para que pudiera comprender lo mismo que aprendíamos nosotros. Incluso, la profesora Sánchez aprendió a tratarla con paciencia para que entendiera mejor las matemáticas. Con esos métodos particulares, poco a poco fue progresando en la escritura, los números y la lectura. Las cosas prácticas eran más sencillas para ella, por lo que sus notas aumentaron todavía más.

No podía dejar de sentirme orgullosa por el esfuerzo de mi amiga. Su perseverancia superaba los problemas de conducta y la ansiedad que tenía en su interior. Todas aquellas sesiones de terapia y muchas horas de estudio, hicieron que fuera adaptándose a un ritmo académico normal en solo dos años. Pero sé que no fue sencillo para ella controlar su miedo repentino e intenso que se presentaba en cualquier lugar.

Es un capítulo que destaca la importancia de respetar las creencias de los demás.
🤜🏻🤛🏽

Una carta entre silenciosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora