Capítulo 3 Cartas sin nombre

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Con el tiempo, terminó el año escolar y me fijé en lo alegres que se sentían los profesores por los resultados académicos de Amanda. Hablaban con ella y la animaban a seguir adelante: le tenían mucho cariño.

Ese año mejoró sus calificaciones a pesar de que se le hacía difícil ir al ritmo de los demás estudiantes, pero sus esfuerzos valieron la pena. En contraste, yo destacaba entre mis compañeros y algunos me decían «cerebrito» pero no les prestaba atención a esas tonterías.

Tanto los profesores como algunos estudiantes, se unieron para hacer una fiesta en el colegio y nos invitaron a todos para disfrutar de un momento agradable. Le escribí a Amanda para saber si asistiría, pero ella no me respondió ni devolvió las llamadas, así que no quise presionarla. Supuse que le daba miedo socializar con los demás jóvenes de la escuela y que por esa razón no había querido ir. Me puse un vestido un poco informal y elegante al mismo tiempo, de color azul: mi favorito, y me fui para allá. Después de unas horas, revisé mi teléfono y vi un mensaje de la señora María que decía:

—Hola cariño, mi hija no se siente muy bien, por eso no contesta tus llamadas y no creo que vaya al evento. Si quieres, llámala mañana cuando se sienta mejor. Muchas gracias.

¿Que no se sentía muy bien? Eso me dejó una sensación extraña, una inquietud que duró el resto de la noche e imaginaba que le había dado otro de esos ataques. A la mañana siguiente, me fui a su casa con tal preocupación. Cuando llegué, me saludó su mamá tranquila como si nada hubiese pasado, luego salió Amanda quien me recibió muy contenta. Me invitó a entrar en su habitación y cuando la vi, quedé impactada: había papeles pegados en las paredes, notas, recordatorios, ecuaciones matemáticas, dibujos, entre otras cosas. La última vez que estuve ahí, no me fijé en aquel desorden porque no caminé más allá de la puerta. Después de hablar por un rato sobre un programa de televisión que no me interesaba realmente, le pregunté:

—Amanda, ¿por qué no fuiste a la fiesta de ayer? ¿Te pasó algo?

Entonces, ella se quedó callada por unos segundos, dándome más expectativa y luego, negó con la cabeza diciendo:

—No me pasó nada.

Se recostó en la cama, su rostro reflejaba una profunda tristeza. Pero presentí que deseaba hablarme sobre sus sentimientos, el problema es que no era capaz de expresarlos. Yo me preguntaba qué podía hacer. Aun así, me senté a su lado y le dije:

—Mira, somos amigas, puedes contarme lo que sea. Yo no voy a reírme de ti como lo hacen las arpías, sino que te voy escuchar y a tratar de entender qué te pasa.

—Laura, yo... —y titubeó—, te mostraré algo que escribí.

Así que sacó una carta de su carpeta roja, le escribió arriba: «Laura» y me la entregó en las manos. Decía esto:

«¡Odio la escuela! Estudiar es muy difícil para alguien como yo. Por más que me esfuerzo, se me enredan las palabras cuando leo y no entiendo las clases. Me pierdo en mi propia mente y por más que intento, no puedo estar al nivel de los demás. Sé que no soy inteligente ni bonita como para ir a una de esas tontas fiestas. Y mis compañeros se burlan de mí, me dicen que estoy loca, que no debería estar estudiando con ellos. Creo que es verdad: no me aceptaron en las otras escuelas. También sé que no soy normal, pero me duele escucharlo. Me siento tan sola... ¿Y quién querría tener a una amiga como yo?»

Por un momento, se me disolvió el corazón, me sentí mal leyendo lo que había escrito. Alcé la vista y sentí su nerviosismo: ella entrelazaba sus manos y después las soltaba. Mientras me veía sostener su carta, le dije en un tono comprensivo:

—Gracias por tu sinceridad. Por mostrarme en esta carta lo que sientes —y le sonreí—. Ten, ¿quieres que te la devuelva?

—No, quédatela. Quiero que la guardes, por eso le puse tu nombre.

—Bien y, ¿puedo decirte algo?

—Sí, dime —respondió con ojos atentos.

—Yo estoy aquí porque quiero ser tu amiga. Al menos desde ahora, no te dejaré sola, ¿okey? La próxima vez que los muchachos hagan una fiesta, te llevaré conmigo y te aseguro que la vas a disfrutar mucho.

En eso, llegó su mamá gritando:

—¡Niñas, ya están listas las galletas!

Observé el rostro de Amanda después de decirle mis palabras dulces: de seguro no pensó que le diría algo así. Incluso, yo misma no podía creer lo que dije, se supone que mi alma se inundaba en amargura y enojo. Pero, a partir de ese día, empecé a dudar sobre mis creencias, esas que tenía sobre mi propia personalidad. Tal vez, dentro de mi ser, había algo de empatía.

Estuve reflexionando en la carta, es obvio que no tenía nombre: Amanda desahogaba sus penas sin imaginar que un día se la entregaría a alguien, y al final, esa persona resulté ser yo. Entonces, ¿cuántas cartas sin nombre tendría en su carpeta? ¿Qué más cosas ocultaría?

Extras:

• Alguna vez llegué a expresarme por medio de las cartas, creo que muchos lo han hecho.

Una carta entre silenciosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora