Capítulo 8 Pijamada

34 6 0
                                    

Un fin de semana, recibí una llamada de Amanda, ella me dijo con mucha emoción:

—¿Podemos hacer una pijamada hoy? Me gustaría que vinieran a mi casa tú y tus amigas.

—Por mí está bien, pero no sé qué querrán ellas. Me dijeron que iban a una fiesta con la prima de Karina y cuando me invitaron les respondí que no, porque mi familia ha tenido problemas con ellos.

—Es que, hoy parece ser el día indicado para hacerla.

—Sí, hoy parece ser un buen día. Y si ellas no van, igual iré para tu casa, ¿te parece?

—Está bien, Laura.

En seguida, llamé a mis amigas para preguntarles sobre la pijamada y las tres me dijeron que no. De igual modo, llegué a casa de Amanda al atardecer. Ella y su mamá me recibieron con gusto y les llevé algunos dulces para compartir.

Me parecía extraño que su papá nunca estuviera allí. Tal vez de verdad era por el trabajo o tenían problemas matrimoniales, ¿quién sabe? Mi papá pasaba tiempo con mi hermana mayor Linda y conmigo; pero discutía mucho con mi mamá, así que prefería no estar en casa. Por lo que, supuse que en este caso era igual. Después de todo, es fácil juzgar a los demás en base a las experiencias personales.

Pusimos unos colchones en el piso de la sala donde había un gran televisor. Vimos algunas películas que tenía Amanda, todas eran comedias y nos reímos mucho. Es cierto que al principio, me preguntó por mis amigas y se puso triste al saber que ellas no irían, pero luego se distrajo conmigo y no volvió a recordarlo.

Comenzamos a hablar sobre tantas cosas: sobre nuestra niñez, anécdotas y lo que vivimos antes de conocernos. También me mostró algunas de sus pinturas, muchas tenían que ver con la naturaleza, todas eran hermosas e inspiraban paz. No habíamos tenido conversaciones tan largas como estas, y admito que a veces se emocionaba mucho y me enredaba en temas diferentes a la vez. Al final me confesó algo:

—Me gustaría contarte un secreto, pero no sé cómo decírtelo.

—Dilo de una vez, sin pensar.

—Bien —contestó susurrando—. M-m-me gusta un muchacho de nuestro salón —y se cubrió la boca.

—¿De verdad? ¿Quién es?

—No te voy a decir. Después él podría enterarse —replicó sonrojándose.

—Yo no le voy a decir a nadie, cuéntame.

—Mejor no, no estoy segura de decirte. Nadie lo sabe.

—Ya lo soltaste, amiga. A ver, ¿le has escrito alguna carta?

—Sí, dos. Pero es algo muy personal.

—¿Y las tienes en tu carpeta roja?

—Eh, sí, supongo que quieres verlas para saber quién es.

—Por supuesto. Pero si no quieres decírmelo, está bien.

—A ver... Quizás te muestre una de ellas.

Entonces, después de pensarlo varios minutos, se levantó. Subió a su cuarto y al regresar, vi en sus manos la carpeta roja. Acercándose a mí y sacando una hoja, me dijo:

—El día en que la profesora Sánchez tomó mi carpeta, yo estaba viendo esta carta.

En seguida, me mostró esa carta de amor, llena de tanto romance que me daba ganas de vomitar, a nombre de un tal Tomás. Yo lo veía como el típico chico retraído y callado que se sentaba en la última fila de los asientos en clases y entregaba todas sus tareas a tiempo. Hasta creo que se esmeraba más que yo en las cosas escolares. Recuerdo muy bien a ese nerd: el pelo peinado hacia arriba y lentes de lectura que guindaba sobre su cuello al dejar de utilizarlos, como un viejito.

Una carta entre silenciosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora