Rodrigo era incapaz de apartar la mirada del mar enfurecido que golpeaba con toda sus fuerzas contra los altos pilares. A pesar de que el suelo que pisaban parecía muy sólido él no se sentía muy seguro al caminar por un puente que había surgido de la nada. No podía dejar de pensar pensar que igual que había aparecido podría desaparecer con la misma rapidez, haciéndoles caer en medio del mar. Afortunadamente eso no ocurrió, y cuando por fin les quedaban pocos metros para llegar a la fortaleza se oyó un ruido chirriante y el gran portón de hierro comenzó a abrirse lentamente. Ahora que estaba más cerca, Rodrigo pudo observar mejor los estandartes que ondeaban sobre la entrada de la muralla. Eran de un color rojo oscuro y en el centro tenían un dragón dorado alzando sus garras.
—¿De dónde ha salido este castillo? —preguntó Óliver.
—Lleva aquí cientos de años, pero nadie puede verlo —explicó Adara—. Cuando Arakaz empezó a hacerse poderoso el rey Garad lo protegió con un hechizo de ocultamiento. Solamente puedes verlo si los que están dentro deciden abrirte la puerta.
Al lado del portón esperaban dos hombres. Iban vestidos con túnicas rojas y tenían un dragón dorado bordado en el pecho, igual que los estandartes que ondeaban sobre sus cabezas.
—Ya estábamos preocupados por ti, Adara —dijo uno de ellos. Era muy alto y tenía un pelo castaño rizado que le llegaba por los hombros.
—Tuve que seguirlos hasta muy lejos —respondió ella—. Estaban empeñados en dejarme atrás, y casi lo consiguen. Han sido muy hábiles.
—¿No será que estás perdiendo facultades, Adara? —bromeó el otro.
—Mis facultades siguen intactas, querido Aldair —respondió ella con una sonrisa desafiante—. ¿Quieres que te lo demuestre?
—Vaya, vaya —se rió el hombre—. Eso habría que verlo.
Con un movimiento tan rápido que a Rodrigo le resultó apenas perceptible, Adara le quitó al hombre la espada que llevaba colgada del cinturón, y antes de que se diese cuenta le tenía inmovilizado con el filo de la espada rozándole la cara.
—Creo que debería cortarte esa lengua tan larga que tienes —dijo Adara—. Tienes suerte de que hoy vengo con invitados y sería descortés por mi parte hacerles esperar.
Dicho esto, Adara le devolvió la espada con una sonrisa y guió a los chicos por un camino empedrado rodeado de jardines.
—Aldair es un poco fanfarrón y a veces hay que bajarle los humos, pero en el fondo tiene un gran corazón —comentó—. Ahora os voy a llevar al despacho de Balkar, el maestre de nuestra orden.
La gran muralla exterior fue quedando cada vez más atrás mientras se acercaban a lo que parecía la parte principal del castillo: un imponente edificio rectangular lleno de ventanales y rodeado de altas torres con tejados puntiagudos, como cucuruchos invertidos. Adara los guió a través de un nuevo portón, que estaba abierto y sin vigilantes, y se encontraron en un patio interior con todo el suelo empedrado y rodeado de columnas. Continuaron su camino atravesando el patio hasta que al llegar a la mitad tuvieron que detenerse porque un grupo de chicos y chicas estaba practicando tiro con arco.
—Vamos, chicos, bajad los arcos ¿A qué esperáis? —ordenó un hombre muy delgado con la piel muy morena—. Buenos días, Adara y compañía. Sed todos bienvenidos a la fortaleza de Gárador.
Adara le devolvió el saludo y prosiguió su camino en cuanto los chicos bajaron sus arcos. Rodrigo y sus amigos la siguieron, pero al pasar por delante de ellos un chico moreno de pelo muy liso y brillante levantó el arco y apuntó a Rodrigo, que no pudo evitar dar un respingo antes de darse cuenta de que no tenía ninguna flecha. El chico se echó a reír, mientras él se ponía rojo de rabia.
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Rodrigo Zacara y el Espejo del Poder
FantastikRodrigo está acostumbrado a que su amigo Óliver le meta en algún lío de vez en cuando, pero jamás hubiera podido imaginar que una de sus ideas más alocadas los llevaría hasta el reino de Karintia, un mundo mágico donde cada persona tiene un poder di...