DOCE

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Sobre mi cabeza pequeñas luces de colores brillaban y se movían sin dirección aparente; el dosel de la cama, oscuro y pesado les hacía de contraste. Delante de mis ojos, este extraño espectáculo se desarrollaba sin que fuera capaz de mover un dedo; por alguna razón, mientras más quería hacer algo, menos podía. 

Las luces, más pequeñas que mis dedos parecían conscientes de que las miraba, puesto que de vez en cuando alguna se acercaba y se presentaba frente a mi nariz, cegándome; de izquierda a derecha, de arriba a abajo, como si jugara conmigo y con el hecho de que no había nada que yo pudiera hacer para atraparla. 

Respiré profundo y me esforcé por abrir la boca sin que el resultado fuera diferente, así como no podía mover el cuerpo, mi lengua se sentía pesada como el plomo. Acepté que lo único que podía manejar a voluntad eran mis ojos y estos se veían cegados por la luces; eso, por lo menos, hasta que, así como aparecieron, se desvanecieron y, en su lugar, una marea de rojo se coló por la ventana. 

La luna, roja como la sangre, había teñido de carmín cada espacio de la habitación; pero, más aún, el cielo; en ese momento, como si algo se revolviera dentro de mi cuerpo, sentí que un sabor amargo me subía por la garganta y recobré la fuerza. 

Abrí los ojos de repente y me senté en la cama, me llevé las manos a la boca y me cubrí los labios por instinto antes de sentir una humedad caliente escaparse de entre mis dedos. Gotas sangre oscura me chorreaban por los brazos y la barbilla mientras que mi pecho ardía como si el fuego mismo me cubriera el corazón. 

Me quedé quieta por un momento antes de ser consciente de la situación; sacada del estupor momentáneo, me miré las manos, los brazos y las sábanas. 

«¿Moriré?», ese fue el primer pensamiento que me pasó por la cabeza y una oleada nueva de calor, más inocente y menos mortífera que la primera, me cubrió los ojos. Una lágrima tras otra se arrastró por mis mejillas antes de que un grito, sacado de lo más hondo de mi alma me rasgó la ya adolorida garganta. 

La puerta de la habitación se abrió de un golpe y la figura de mi padre, con los ojos agrandados de sorpresa, se abalanzó hacia el interior. La sorpresa se convirtió en horror en cuanto me vio y sentí que ya no podía respirar bien. 

—Papá... —Antes de que pudiera decir algo más, sentí que me volvía a quedar sin fuerzas y que caía hacia atrás. 

Había caído en una semi consciencia de la cual era difícil salir; pero mientras yo me debatía la voluntad y el sueño, los demás hablaban alrededor. Palabras que eran casi imposibles de distinguir llegaban a mí sin que pudiera terminar de comprenderlas; solo sabía que, dentro del cuarto, no estaba sola.

La segunda vez que desperté, el sol entraba por la ventana y un aroma fresco a flores flotaba hasta mi nariz. Mi cuerpo pesado de antes se sentía liviano como una pluma y de forma inconsciente levanté las manos hasta mis ojos, podía levantarlas sin esfuerzo. Miré a mi alrededor hasta toparme con mi padre sentado junto a la cama, su cabeza caía hacia adelante; tenía los brazos cruzados sobre el pecho y un rastrojo de barba oscuro le cubría la mitad del rostro, como si no la hubiera afeitado en días. 

Silenciosa, con miedo de importunarlo, me senté y miré las sábanas limpias; me toqué el pecho con la apreciación de un artista sentí el palpitar de mi corazón. Un latido acompasado, bello y sonoro me llegó desde aquel lugar que recordaba tan doloroso como si hubiera sido metido en las llamas. 

Dejé salir un suspiro y me apoyé contra las almohadas. 

—Viva... —En un susurro, dejé ir la palabra que me trajo una inmensa sensación de alivio. Como alguien que sabía que morir no era una posibilidad lejana, había aceptado el concepto desde hacía mucho tiempo, pero no podía estar más contenta de saber que todavía respiraba; sobre todo, no quería morir de forma tan terrible, aún podía recordar el dolor y la sangre en mis manos. 

Gea [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora