Capítulo 2

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Draco tenía una buena fila de clientes esa mañana, afuera hacía frío, así que la cantidad de gente que quería un buen café o un té caliente para empezar el día era bastante.

Saludaba amablemente a sus clientes conocidos, preparaba sus cafés con un lindo dibujo en la superficie de acuerdo a lo que le dictaba su intuición, aceptaba algunos coqueteos con humildad y haciéndose el desentendido y esperaba con algo de impaciencia.

Draco sabía que pronto vendría. Como cada mañana, él vendría y ese sería uno de sus momentos tops del día (aunque pensándolo bien, era el único).

Bill. Era irónico que el mayor de los pelirrojos que tanto odió en su juventud fuera lo que más alegraba su día. El Draco de 12 o 14 años hubiera muerto de asco con la idea. Pero el Draco de 23 vivía para esos pocos minutos en los que Bill Weasley entraba en el local, hacía la cola frente a la cajera, pagaba y esperaba que Draco le preparara el mejor café que podría ser capaz de hacer.

Bill no bebía té. Nunca. Tomaba un café con leche, fuerte, grande, con caramelo en el fondo y un ligero toque de vainilla. Cada día. Le respondía con educación pero sin realmente mirarle cuando le entregaba su orden. A veces sonreía un poco al ver el Arte Latte que Draco hubiera hecho para él en su café y asentía en su dirección. Y luego se iba, con su abrigo, su maletín y su hermoso rostro con cicatrices antiguas e irremediablemente guapo, y Draco suspiraba deseando que mañana llegara rápido para repetir la corta rutina otra vez y otra vez.

Draco sabía por el Profeta que el mago había quedado viudo apenas un año después de casado. Su esposa murió dando a luz a su única hija que no sobrevivió el traumático proceso. Algunos decían que la combinación de la sangre Veela de la madre con las tóxinas de hombre lobo que siempre estarían en la de él habían sido la causa. Toda la magia de San Mungo no las pudo salvar. Bill había quedado destrozado. Luego del funeral, había pedido traslado en el Banco y se había ido más de cuatro años a trabajar en la sede de Gringotts de Berlín, y por alguna razón, hacía tres meses había vuelto a Londres y se había mudado, seguramente, cerca del Café donde trabajaba Draco, y allí, empezó su rutina.

Por supuesto, Bill no le reconoció. No es que le hubiera visto antes de la guerra detalladamente. Cuando Draco empezó en Hogwarts, el apuesto mago ya se había graduado hacía rato del colegio, luego, había ido a El Cairo a trabajar como Rompe Maldiciones para el Banco. Draco lo vio en la Batalla de Hogwarts y luego en los juicios de lejos. Seguramente, Bill había conocido más cercanamente a Lucius, pero Draco hacía lo posible en no parecerse demasiado a su padre, excepto en sus ojos. Era lo único que le hacía tal vez reconocible y que Draco se permitía lucir. Y Bill Weasley jamás miraba a Draco directamente.

Y uno diría, ¿cómo es que nadie había notado nunca la chapa con el nombre Draco en su pecho, como suelen usar los empleados de las franquicias regularmente?

Pues todo era gracias a su Gerente. Para ella Draco era un nombre demasiado exótico y complicado, el público no iba a conseguirlo fácil de pronunciar ni de recordar. Así que Draco se convirtió en Dylan para el público, así decía su chapa, así le decían sus compañeros y los clientes que le dejaban propinas por su amable atención de cada día. Para Draco era absurdo. ¿Cómo iba a ser Dylan más fácil de recordar que Draco? Muggles, pensó, pero como hacía con muchas cosas en su vida actual, simplemente, lo dejó ser. De hecho, considerándolo fríamente, era mucho más conveniente para él ser Dylan que Draco frente al público, así que sonrió, asintió y aceptó su chapa con su nuevo nombre Muggle de trabajo. Lo importante, era que su pago y su certificado de ciudadano británico dijeran que era Draco Malfoy. Lo demás no le importaba.

De esta forma, poco a poco, Draco empezó a sentir mariposas en el estómago cada vez que Bill entraba en su cafetería. Draco empezó a sentir pena cada vez que Bill entraba con una mujer diferente a primera hora en la cafetería. Siempre eran guapas, nunca rubias. Cabellos negros, castaños, cobrizos, caobas, desfilaban junto a él durante esos tres meses cuando iba a comprar café, pero nunca había una rubia y Draco sospechaba la razón de ello.

Y por supuesto, jamás hubo un hombre, ni afeminado, ni muy masculino. Ni siquiera uno con apariencia de amigo. Era Bill Weasley solo o con una mujer deslumbrante a su lado que se desvivía por seguirle el paso y a quien él ignoraba como si apenas se diera cuenta de que estaba con él.

Draco sabía que desde su Café, la distancia al Callejón Diagon también era corta y que era allí que iba el guapo mago. Aunque la verdad, para Draco era lo mismo que si el mago fuera cada día a otro país. Draco nunca iba al Callejón ni a ningún lugar mágico de Inglaterra. Si necesitaba algo por alguna razón, Draco improvisaba en el mundo Muggle, y la verdad, él se había obligado a no usar nunca nada de ese lugar. Sufría sus resfriados como un Muggle. Se aguantaba la jaqueca porque le tenía terror a los analgésicos Muggle, el dolor de panza lo trataba con té e infusiones de manzanilla, y rodeado de Muggles, difícilmente iba a contagiarse de viruela de dragón. Draco no tenía ni siquiera una lechuza, no hubiera podido justificar su presencia con su casero, así que no podía permitirse pedir por correo alguna cosa del Callejón. Su único 'lujo' del mundo mágico era el Profeta. Lo recibía a diario y muy temprano para que no se notara la lechuza. Un duende que tenía un negocio clandestino cerca de su casa, que era un paria como él, le cambiaba a precios ultrajantes libras esterlinas por Knuts y Sickles para pagar el Diario, y a veces, cedía a la tentación de comprarle ranas de chocolate o Grageas Berttie Botts de Todos los Sabores, y contadas veces, la revista Corazón de Bruja, pero jamás aceptaba su oferta de venderle pociones, ingredientes o algún artilugio mágico. Draco no quería depender de los objetos o las artes mágicas. Su mundo era el Londres Muggle, y para bien o para mal, en el otro mundo no le quedaba nada más.

Por el Profeta, Draco sabía que Bill Weasley tenía un puesto importantísimo en el Banco, uno de los más altos a donde podía llegar un mago o bruja, todo lo demás por encima, lo llevaban los duendes, y era seguro que el apuesto mago era rico y vivía a cuerpo de rey. Draco sabía que su ropa era de calidad, bonita, elegante, y para su sorpresa, no eran túnicas sino trajes Muggles a la moda. Su calzado era italiano y muy refinado. Su perfume era francés. Si, él lo había reconocido y memorizado, y a veces, aunque estaba ocupado, al sentir su sutil fragancia su nariz aleteaba y sonreía sabiendo que pronto tendría que atenderle y servirle su café matutino. Su corte de cabello era elegante y aún algo juvenil, y de seguro, era de uno de los mejores estilistas de Londres. Sus manos eran impecables, perfectamente cuidadas. Draco las había observado bien cuando él tomaba el café de sus manos. Y su maletín era de cuero de dragón, cosa que los demás en la tienda nunca notarían, de cerrojos seguramente mágicos, muy elegante. Sus abrigos eran de los mejores, lucían cómodos y fabulosos para la helada lluvia y el frío que pela de la ciudad en invierno.

Draco sabía que Bill Weasley y él vivían en planetas diferentes, en esferas separadas por fronteras más amplias que cualquier río, muro o cerca, y que solo podía contentarse con servirle su café y fantasear despierto a que el guapo pelirrojo se fijara en él, lo saludara, y cada día conversara con él un poco más, hasta que un día le pidiera su número de teléfono, lo invitara a salir, y así pronto, se daría cuenta que lo amaba y no podía vivir sin él, se mudarían juntos, se comprometerían, y como no, se casarían e irían a vivir a París, o como mínimo de luna de miel, aunque con el pasado de Dylan, es decir, Draco, era mejor si se iban de Inglaterra para siempre.

Al Ver que DormíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora