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6.

El sol todavía no había comenzado a bañar el día con su luz cuando Oscar abrió lentamente los ojos, viendo su despertador al lado de su cama. Le había ganado con una hora de anticipación, su reloj biológico estaba hecho un completo desastre, pero ahora ya no tenía sentido volver a dormir. Mientras respiraba profundamente, aferrado a su cobertor y viendo al techo, el peso de otro día se posó sobre él.

La noche había transcurrido como un sueño febril, oscilando entre momentos de lucidez y somnolencia, nunca durmiendo completamente. Así que se decidió al fin a sentarse en el borde de la cama y dejó que su mirada deambulara por la habitación. Las paredes adornadas con recuerdos enmarcados, fragmentos congelados de un pasado que se sentía distante e inquietantemente cercano, el intrincado tapiz de una vida vivida y llorada.

No pudo evitar recordar los momentos que se le escaparon de los dedos, la felicidad esquiva que una vez bailó a su alcance, la risa que una vez llenó estas paredes, los ecos de alegría ahora teñidos de una sensación de pérdida. El dolor en su corazón permanecía, un compañero silencioso de sus momentos de vigilia.

Poniéndose una camiseta, se dirigió a su cocina, tallándose los ojos para espantarse el sueño antes de colocarse las gafas, pensando únicamente en comenzar a prepararse un café, el único ritual que mantenía fielmente.

Una vez estuvo listo, se llevó la taza a los labios con su mano temblando ligeramente y el vapor del café se levantó, perfumando su cocina y disipándose en el aire tranquilo del crepúsculo de la mañana.

Las grandes ventanas de su cocina podrían haber sido imprácticas en cualquier otra casa, pero Oscar no vivía en el pueblo, no había más que verdes árboles escondiendo la ubicación de su hogar vacío, con el canto de las aves de la mañana apenas despertando, una ligera niebla cubriendo los húmedos bosques de Washington.

Con el corazón apesadumbrado, Oscar se retiró a su estudio, acompañado por su taza de café, porque su gato parecía rehuirle últimamente. Los estantes contenían volúmenes de sabiduría y escape, sus espinas desgastadas revelaban la búsqueda de un hombre para encontrar consuelo y comprensión en la palabra escrita. Pero hoy, las palabras parecían evadirlo, encerradas en un laberinto de penas tácitas.

Se acomodó en su silla, el cuero gastado crujía bajo el peso de su cuerpo cansado. Se recargó en su escritorio, viendo el marco de la foto que tenía boca abajo, sin el poder de quitarla de su estudio, pero tampoco de verla, aún cuando ya sabía que la imagen era de él, cortando el cabello de su hija. Perdido en sus pensamientos, los ojos de Oscar volvieron a la página en blanco ante él, el lienzo vacío que esperaba el toque de su pluma desde hacía días en la misma posición.

Nada. Ni una sola palabra, ni siquiera podía obligarse a escribir un poema. Todo era verdaderamente deplorable y frustrante, suficiente era saber la cantidad de personas que en el pueblo murmuraban sobre él y su tragedia como para que su propio cerebro le echara sal a su herida y lo privara de su habilidad para escribir.

Con un suspiro, dejó su pluma a un lado, el peso de su dolor se posó sobre él una vez más. La luz de la mañana proyectaba suaves sombras a través de la habitación, como si la naturaleza misma reconociera el delicado equilibrio entre lo que se perdió y lo que quedó. En la tranquila soledad de su estudio, Oscar juró llevar su carga con gracia, navegar por las turbias aguas de su duelo con una fuerza tranquila. Y a medida que el mundo continuaba girando, sin darse cuenta de la aflicción que impregnaba su ser, honraría el misterio de su pena, permitiendo que lo moldeara de maneras invisibles para el mundo exterior. Sería muy fácil amargarse, odiar a todos a su alrededor, pero él sabía mejor que nadie la fuerza que se requería para mantenerse gentil y amable.

Cherry  ― 𝘖𝘴𝘤𝘢𝘳 𝘐𝘴𝘢𝘢𝘤Donde viven las historias. Descúbrelo ahora