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Para lidiar con la tristeza que la acechaba, Emmanuelle había tomado la decisión consciente de ser más espiritual, nunca había sido una persona precisamente creyente ferviente, pero últimamente se había sentido mucho más perdida que nunca, y no se reconocía para nada. Sabía que Oscar tenía razón, debía volver a encontrar placer en lo cotidiano, plantarse en su realidad en lugar de siempre estar añorando lo que no tenía. 

Si nunca disfrutar el presente fuera un deporte olímpico, Emmanuelle tendría la medalla de oro. 

La peor parte de estar en el inicio de sus veintes, es que cada que creía que su personalidad ya estaba definida, algo en ella cambiaba tremendamente. Lo suficiente como para modificar tanto su persona que, eventualmente, pasaría más años tratando de descubrir esa nueva parte de sí misma, y cuando al fin comenzara a entenderla, a entenderse más, entonces cambiaría de nuevo. Sabía que no podía escapar de la naturaleza siempre cambiante de la vida, pero podía elegir cómo navegar a través de ella, y eso era lo más frustrante. Emma quería estar en control, quería estar segura de que las decisiones que tomara fueran las correctas, que no iba a cometer un error cuando hiciera lo que su intuición le pedía. Quería que alguien le reasegurara que estaba haciendo las cosas bien. 

En su descanso, se echó en los pastos de la universidad. Parecía una estrella de mar con sus largas piernas y largos brazos abiertos como si tratara de ocupar todo el espacio posible, pasando sus dedos entre la verde hierba como si estuviera cepillando el cabello de alguien. 

Emma había pasado una gran porción de su vida huyendo de su familia, de aquellas personas a las que siempre culpaba por todos sus defectos. Y ahora era libre, era como si las personas de las que había estado tratando de escapar fueran ahora un recuerdo lejano, desvaneciéndose como una fotografía antigua, pero la atormentaba otro nuevo problema: 

Ahora que era libre para ser quien quisiera, ¿Quién era? 

Mientras Emma yacía en el césped, reflexionando sobre la pregunta que la atormentaba, los cálidos rayos del sol acariciaban suavemente su rostro. Una suave brisa agitó las hojas sobre ella, creando una melodía relajante que parecía susurrar los secretos del universo. Fue en esos momentos de soledad que buscó consuelo. 

Cerró los ojos y trató de abrazar el presente, arraigándose en el aquí y ahora. La belleza del momento no pasó desapercibida para ella; el verde del pasto, el lienzo azul del cielo, las risas de los estudiantes a lo lejos, las hojas cambiantes en los árboles, todos le susurraban, invitándola a encontrarse en el caleidoscopio de la vida. 

Era terrible y fascinante que el enigma de su propia identidad cargara tanta responsabilidad de por medio. Dependía de ella descubrir su verdadero yo, más allá de la influencia de los demás, y se sentía demasiado cansada para hacer eso. Su vida había quemado sus etapas demasiado rápido, y ahora ya no tenía ni una gota de estamina para tomar las riendas de su vida. 

Necesitaba a alguien que le dijera qué era lo correcto, porque ella estaba cansada de tratar de adivinarlo. ¿Qué debía comer? ¿Cuántas veces al día? ¿En qué debía creer? ¿Que debía odiar? ¿Cuál debería ser su mayor sueño? ¿Su color favorito? ¿Por quién debía votar? ¿Qué debía pensar? ¿Qué debía amar? 

¿A quién debía amar?

Estaba agotada de haber llevado las riendas de su vida desde que había sido una niña. Ahora sólo quería descansar. Temía a todo y a nada a la vez. Anhelaba el contacto pero le atemorizaba, porque si la sostenían lo suficiente, se derrumbaría. Quería ser la mejor en todo, pero se sentía como un fracaso si hacía su mejor esfuerzo o si no lo intentaba en lo absoluto. Añoraba amor pero temía que amar la hiciera perder su independencia, y amaba su independencia pero odiaba tener qué hacerse cargo de las cosas.

Cherry  ― 𝘖𝘴𝘤𝘢𝘳 𝘐𝘴𝘢𝘢𝘤Donde viven las historias. Descúbrelo ahora