OCULTO

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Atenea no había logrado conciliar el sueño, sin embargo sí se sentía mucho más calmada que hacía algunas horas, y es que a veces la sabia naturaleza aliviaba un corazón cansado e incapaz de gestionar sus conflictos a través de una tormenta.

Delicadamente se levantó de su cama, el dios de la guerra seguía en la misma posición, Atenea agradeció que siguiera durmiendo. Al menos no le había arruinado la noche. Manteniendo íntegra la quietud que reinaba en su habitación se dirigió a la proximidad de su balcón. Sin desaprovechar su renovada energía comenzó a escribir un mensaje. Iba dirigido a Apolo. La diosa ya había tenido un descanso más que largo dadas las circunstancias, ahora era el momento de recuperar el tiempo perdido. Con trazos rápidos y decididos terminó su misiva, comunicándole al dios de la profecía su siguiente paso e indagando acerca de su situación.

Con un toque suave despertó a Minerva, le dirigió una mirada de soslayo, lamentaba haber involucrado a su querida compañera en aquel delirio, la pobre debió haber estado más confundida que la propia Atenea, pero la diosa ya no volvería a someterla a tales planteos, se limitaría a darle las tareas que desempeñaba de costumbre. Sin dar más vueltas le indicó al ave que llevara su nota al dios Apolo.

La habitación seguía oscura, y el tiempo pasaba lentamente, no podía hacer nada más que esperar, de cualquier modo no eran horas de molestar a un dios, incluso si se trataba de su padre. Rindiéndose a la espera clavó su vista en el rostro del otro dios que yacía en su cama, se veía tan apacible cuando dormía, sin una mancha de preocupación ni un ápice de dolor en su faz. Siempre había pensado que Ares era sublime, como una obra de arte en la que se podía abstraer por horas, por lo que no le fue difícil perderse en aquella vista, tanto así que la luz del sol comenzó a entrar por su ventana y la diosa permaneció inmutable, solo el carraspeo del dios logró romper el embelesamiento. Rápidamente miró sus grises orbes entreabiertas, el dios no lograba disimular su inquietud. Atenea siguió sus movimientos hasta que el dios de la guerra se incorporó, estaba un poco nerviosa por la actitud evasiva de Ares, pero debía decir algo.

—¿Cómo estás? —se adelantó Ares.

—Muy bien, ¿y tú?

—Bien, yo... estuve pensando, em... sobre anoche...

— ¿Si? —soltó la diosa esperanzada. Tal vez Ares estuviera dispuesto a dar el primer paso.

—Mi madre podría tener alguna idea sobre magia antigua, si bien no es una titánide fue contemporánea a muchos titanes... no lo sé, podría ser de utilidad en el asunto de Medusa.

—Tomo nota —masculló la diosa apretando los puños. A veces la actitud desentendida del dios la sacaba de sus casillas, hubiera preferido mil veces que la rechazara. No le resultaba agradable ni educado desentenderse de las circunstancias. No podía culparlo del todo, Ares era un dios bastante empático, tal vez en su mal entendida gentileza buscaba no romperle el corazón.

Sin añadir nada más salió de la habitación, un silencioso Ares la seguía, ¡que descaro!, al menos debería intentar darle alguna explicación. El camino hacia los jardines fue tan incómodo, como corto, lo cual agradecía, pero sobre todo se alegraba de encontrar a la persona que esperaba ver. En la lejanía rodeada de foliáceas siluetas estaba Hera.

Cuando estaba a punto de llamar su atención el agarre de Ares la detuvo, le dirigió una fugaz mirada de rabia, para luego darse cuenta de que era prudente esperar, en su enceguecida marcha la diosa no había notado que la diosa del cielo hablaba seriamente con su hija Hebe.

—Tengo la impresión de que vas a morderme de un momento a otro — musitó finalmente Ares.

—Tal vez debí haberlo hecho en lugar de besarte —respondió exasperada Atenea, se había atrevido a besarlo la noche anterior, quería dejar el asunto zanjado, fuera cual fuera el resultado.

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