SICOFANTE

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Una fina capa dorada de luz cubría el Olimpo. El palacio dónde se llevaría a cabo la asamblea se erigía frente a los ojos de la diosa, sin duda era uno de los edificios más imponentes, sus columnas que parecían querer alcanzar el cielo y casi se perdían entre las nubes, se unían en amplios arcos, pero para quienes conocían el interior, el pórtico era solo un esbozo de la magnanimidad del palacio. La ciudad de los dioses parecía más tranquila que de costumbre, sin embargo la diosa sabía que eso no duraría mucho, así como tampoco podía hacerlo su propia tranquilidad.

Atenea no podía definirse como alguien que perdiera los estribos ante cualquier situación, pero jamás había hecho algo como aquello. Recordaba con lujo de detalles cuando su padre le contaba de sus asambleas, en aquel entonces había imaginado una cosa completamente diferente. Zeus solía relatar épicos escenarios que la mayoría de las veces terminaban en ovaciones. Ella misma solía actuar para si misma o frente Perséfone y Artemisa inventando discursos. Pero cuando tuvo edad y prestigio suficiente para formar parte de aquellas reuniones no fue lo mismo, y las expectativas que tenía cayeron en picada, simplemente se trataba de su padre profiriendo algún monólogo trivial y gastado, y un montón de dioses con expresión de aburrimiento que probablemente tuvieran en mente su próximo evento. Ni siquiera cuando Zeus le delegó algunos discursos le parecieron interesantes.

A pesar de las numerosas asambleas a las que se había visto obligada a asistir, solo recordaba algunas en las que se hubieran tratado temas relevantes, y una en particular había quedado grabada en su mente. 

Algunos milenios atrás, cuando la fundación de la amazonas era muy reciente había ocurrido el primer homicidio, por supuesto sin contar las guerras, o eso se decía, pero Atenea estaba segura de que solo era el primero documentado, por tratarse de un dios asesinando a otro en tiempos de "paz". En aquel entonces uno de los hijos de Poseidón, Halirrotio, había emergido de los mares en busca de quién sabe qué, al igual que su padre era un dios autoritario e infame. Tantas eran las anécdotas sobre él ,que la diosa de la sabiduría se alegraba de conocerlo solo a través de ellas. Halirrotio se había dirigido a la isla de la amazonas y aprovechando la ausencia del dios de la guerra había tomado a Alcipe, una de las mujeres más jóvenes de la tribu, y si bien no había sido él quién le clavara una daga, la mujer ya estaba muerta para cuando se quitó la vida. Atenea no había hablado con Ares del asunto, pues en ese momento ya estaban distanciados. Tampoco podía ni quería hablar de ello ahora, no se atrevería a reabrir viejas heridas. Sin embargo era de común conocimiento que Ares tenía fuertes vínculos con la muchacha, él personalmente la había instruido desde mucho antes de que ella supiera usar una espada, ella era diferente al resto, no tenía una familia o un lugar al que volver cuando las guerras no estaban a la orden del día. Por lo que con su muerte, el dios de la guerra quedó devastado. Ares supo que nada de lo que hiciera le traería paz, mucho menos justicia, pero al menos había algo que podía hacer para aplacar su ira. Atenea no conocía más detalles de la historia, simplemente su fin, Ares había matado al hijo de Poseidón y por ello casi había pagado un precio muy alto, sin embargo había sido absuelto, tal vez por la intervención de Hera o quizá porque se había comprobado que el dios de la guerra lo había retado a un duelo, lo que los olímpicos consideraban una lucha justa, si se respetaban ciertas condiciones, por supuesto.

Como había sospechado, ya no había silencio, poco a pocos un conjunto de voces y andares se hicieron oír, la diosa miró vagamente a su alrededor. Ya casi era el momento. Un viento húmedo y salobre llenó sus sentidos, rápidamente volvió su vista hacia el responsable, el imponente dios de los mares se atrevió a lanzarle una mirada de suficiencia y Atenea hubiera podido jurar que en ese momento Poseidón era capaz de saber lo que pasaría, incluso le haría gracia la situación, y que como en otras ocasiones saldría airoso. Momentáneamente cerró los ojos tratando de mantener la compostura, no esta vez, Poseidón no volvería a salirse con la suya. La diosa lo siguió con la mirada hasta que se perdió entre las columnas del palacio. El contacto cálido de una mano sobre su hombro la sobresaltó.

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