RECUERDO DE LA TORMENTA

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El dios de la guerra estaba decidido a acompañar a Atenea en su empresa, aun cuando descender al inframundo no le fuera la misión más grata después de su experiencia en el Tártaro. Sin embargo sabía que de Hades obtendrían lo que buscaban y posiblemente más, ya que incluso había sido contemporáneo a la misteriosa aparición de Afrodita. Sin importar cuanto pudiera ser subestimado, sería tonto desestimar sus deducciones.

La diosa por su parte encontraba cierta familiaridad en ese camino al inframundo que tanto había transitado, le dirigió una mirada de soslayo a Ares, sin dudarlo volvería a hacer todo nuevamente. Comprendía el egoísmo de dicha suposición y se alegraba de no tener tal poder, al menos ahora podría escudarse en la ignorancia de sus decisiones. Todavía no recibía contestación de Apolo. Si algo compartía con el destacado dios era que su juicio se nublaba por momentos, la vulnerabilidad propia del que ha sido herido por una flecha del ángel de los ojos vendados.

—¿Qué sucede? —la interrogó Ares llevándola al mundo real.

—¿Por qué me los preguntas?

—Porque has estado mirándome de una forma extraña todo el rato.

—Ve acostumbrándote, no puedo sacarte los ojos de encima —soltó en tono de burla. Al mirarlo la diosa tuvo la certeza de que volvería a abrir el Tártaro... aunque significara el fin de todo. Recordaba una conversación con su padre, en la misma le había advertido que abriría el Tártaro sin las cadenas de diamantina, tal vez solo había sonado a una amenaza, pero no mentía.

Ares acortó la distancia que los separaba, la tomo en sus brazos y besó su frente.

—No quiero que cargues todo el peso del mundo sobre tus hombros, no sola — el dios sabía que bajo el tono de broma de Atenea había preocupación. Ares podría haber cuestionado sus decisiones pasadas, sin embargo eso no lo conduciría a nada, solo al círculo vicioso que lo había atormentado por tanto tiempo. Quería ser un apoyo estable para ella, quería sentir que era suficiente, y si aún no lo hacía lucharía por lograrlo —. Supongo que ha llegado el momento —comentó liberando a la diosa de su abrazo al tiempo que esta asentía. Ahora era él el que no podía dejar de mirarla, pero a pesar de su falta de sutileza, Atenea se hallaba totalmente imbuida en la apertura de la entrada al inframundo. Era algo magnético verla cuando estaba concentrada en alguna labor.

A medida que descendían Ares sintió que sus pelos se erizaban, habían bajado bastantes grados y la atmósfera era pesada. Progresivamente el sopor fue aumentando. Hubiera pensado que por haber residido tanto tiempo en el Tártaro le sería más sencillo, sin embargo ya no podía describirlo como sencillo, nada más lejos de eso.

Atenea tomó su mano y este le respondió con una sonrisa.

El río Estigia parecía agitarse frente a ellos, o al menos a eso sonaba, aunque los dioses bien sabían que esto no era del todo cierto. El río usualmente estaba tan calmo que apenas mecía la barcaza de Caronte. Sin embargo en medio de esa oscuridad densa y de los aturdidores sonidos sordos no era el lugar más deseable.

El barquero reconociendo su naturaleza los dejó subir sin pedirles nada a cambio. El pequeño farol de Caronte apenas les permitía ver el interior del barco. Era mejor de ese modo. Atenea intentó desviar su atención hacia el dios de la guerra, que parecía hacer lo mismo, quizá de ese modo el viaje les sería más leve. ¿Acaso Perséfone y Hades harían lo mismo? O quizá la costumbre de vivir en ese lugar los habría hecho más insensibles a ciertos estímulos.

Al llegar a destino la diosa tomó la mano que le ofrecían para bajar, no se trataba de Hades, casi esbozó una sonrisa al encontrarse con esa mirada pícara que tanto conocía.

—Así que no mentías —comentó Perséfone dirigiéndose a Ares —. Si tenías una admiradora.

—Pues nunca miento, Perséfone —le respondió siguiéndole el juego.

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