Capítulo 1.

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Los albores descubrieron una mañana especial, en la iglesia de la villa San Ignacio se realizaba el bautizo de la primogénita de Doña Luisa y Don Fernando Fontalvo Casamarina, acudieron a la ceremonia en compañía de padrinos, el Conde de Bon Fleur y su esposa, quienes llegaron recientemente de Europa, representando la más distinguida nobleza entre los presentes. La Condesa Marie de Bon Fleur llevaba en brazos a su hijo de apenas un año, quien jugaba jocosamente enredando sus cabellos ensortijados entre sus manecitas blancas.

El padre Eugenio, hombre humilde y misericordioso, vertió el agua bendita sobre la tierna cabecita de la bebé que lloraba asustada, y mientras él rezaba quedaba grabado su eco en la burguesía criolla allí presente. Los padrinos cargaron a la bebé y le hicieron la señal de la cruz con la misma fé y devoción que el párroco y la entregaron luego a sus padres que orgullosos la albergaron entre sus brazos.

Nombraron a la niña Alejandra Fontalvo Corbet, ella poseyó la aureola mágica de la belleza que cautiva, era la niña más hermosa nacida en la villa, su familia sintió el orgullo de que el fruto de su unión fuera venerado por todos.

Al terminar el bautizo el Conde Gustave de Bon Fleur se dirigió a su amigo Don Fernando Fontalvo :

—Esta será la hija que siempre deseó tener la Condesa, estos muchachos deberán casarse.¿Estás de acuerdo?—interpeló seguro.

—Por supuesto, no podré imaginar mejor esposo para Alejandra que este futuro Conde que será como nuestro hijo también.

Los amigos se abrazaron intercambiándose en sus brazos ambas criaturas ya destinadas a unirse en matrimonio, mientras sus esposas lloraban al ver la amistad consolidada en aquel día que marcaba el futuro de dos seres inocentes.

Ese mismo día en el interior del país, en la hacienda Valle Alto, uno de los más ricos y respetados hacendados de toda la región, Don Miguel Lombardo, se encontraba en su despacho, sentado frente al escritorio en el que descansaba un arma, su semblante era el del hombre que se enfrentaba a la muerte, demudado, con una mirada lejana inmersa en el pasado, destilando gruesas gotas de sudor por todo su cuerpo, con todo el valor que aún le quedaba, se apuntaba con el revólver, descargando un tiro certero en la sien. Segundos después, en su despacho yacía su cuerpo sin vida, al sentir el disparo su madre y esposa corrieron hacia él. Hubo sangre dispersa y el rostro hermoso de Don Miguel, todavía tibio, tuvo sangre también, la señora Dévorah comprendió todo, lo tomó entre sus brazos y de su pecho brotaron gritos desgarradores, ella besaba sus mejillas limpiándolas de toda impurezas con sus lágrimas, el dolor que sintió hizo desfallecer, pero Doña Ceci, la madre de Don Miguel, la culpaba de aquella desgracia.

—¿Qué dices? Yo no quise que esto terminara así, yo lo amaba y él me amaba a mí también—replicaba ella furiosa.

—¡Tú lo hechizaste, nunca fuiste digna de mi hijo, yo sabía que él tendría un mal fin, lo único que conseguiste fue su desgracia!¡Míralo ahora!.La madre se abalanzó sobre el cuerpo yacente.

Dévorah salió desecha dejando escapar su dolor y apretándose el corazón acudió en busca de ayuda. En ese momento el pequeño hijo entró en el aposento y se encontró con su abuela sobre su padre. El niño no comprendió, pero al ver a su madre acudir hacia él, alejándolo del despacho, entendió el dolor de Dévorah, el mismo que él comenzaba a sentir. Don Miguel Lombardo dejó a su esposa viuda y a su hijo Manuel Antonio, quien heredaba los bienes y la difícil responsabilidad de aprender a mantenerlos.

El pueblo de San José sufrió la pérdida del hacendado, hombre dadivoso que impuso respeto y a la vez respetaba a los demás. La familia Lombardo mantuvo su luto, ocultándose de lo que aún sinceramente se ofrecían a darle el pésame. Los días que sucedieron fueron grises y sombríos, con la campiña despertaba la actividad, el pequeño Manuel Antonio pasaba los días en soledad aislado de todo, nadie logró cambiar su estado de ánimo.

Una tarde comenzó a llover fuertemente y él, como de costumbre, se encontró vestido y ataviado elegantemente, con pantaloncitos cortos y ceñidos en sus rodillas, medias de sedas y zapatos de color marrón con hebillas doradas en ambos lados, camisa de dril blanca y mangas anchas. Salió de la casa y comenzó a correr hacia las colinas. Para los demás él no supo de los sentimientos que enferman el alma, pero albergó una pena que le lastimó en lo más escondido de su ser. La lluvia se ensanchó en su cuerpecito erguido y las gotas precipitadas se deslizaron por sus cabellos pardos, con pasos firmes y rápidos, resbalándose en instantes por el fangal de los caminos, se dirigió hacia el alcor más alto y llorando, sin notarlo apenas pues las lágrimas corrían veloces sobre su rostro empapado, gritó estridentemente : ¡Papá!, ¿Por qué lo hiciste?. Manuel Antonio caía de rodillas sobre el fango formado y allí en lo alto, desahogando como nunca antes, quedó hasta que cesó la lluvia, tuvo frío pero estuvo inmóvil, el agua refrescó su enojo y con el agotamiento de las energías disipadas regresó a casa.

En la hacienda Doña Ceci y Dévorah, impacientes, apoyadas en el alféizar, miraron a través de la ventana, la servidumbre estuvo asustada, el niño nunca había hecho nada igual. Observando hacia todo el horizonte Dévorah vió venir a su hijo, caminaba con mucho peso en sus pies y estaba completamente empapado, ella sintió un dolor profundo que le hizo gritar su nombre, corrió sin pensar hacia él que regresaba desfalleciente y los esclavos de la casa acudieron a su grito. Todos salieron a excepción de Doña Ceci que permanecía inmutable en el mismo lugar.

—¿Qué has hecho?—preguntó su madre angustiada al verlo—Vamos rápido a quitarte esa ropa, te vas a resfriar.

—Tai, busca una manta—ordenó Ceci a una de las esclavas domésticas, a la vez que le reprochaba a su nieto tomándolo por un brazo—Escucha bien jovencito, yo perdí a un hijo sin poder hacer nada para retenerlo, pero a ti.... No quiero perderte, si vuelves a hacerlo....—balbucea entre sollozos—Te zurro como a los negros.

La señora Dévorah condujo a Manuel Antonio hacia su alcoba donde una esclava  preparaba la ropa limpia para cambiarlo.

—¿Por qué saliste mi pequeño?¿Por qué te fuiste de casa y bajo la lluvia?. Yo quedé muy preocupada, todos lo estábamos, háblame por favor, no soporto verte así, háblame Manuel Antonio—repetía Dévorah con su voz en quebranto.

—Yo extraño a papá—contestó el pequeño, y sus ojitos verdes como dos estrellas brillaron llenos de lágrimas.

—Lo sé cariño, aún lo extrañamos mucho.

Su madre lo retuvo contra su pecho fuertemente, dándole la confianza que él necesitaba. Las esclavas esperaban órdenes pero fue ella quien le preparó un baño tibio y cambió sus ropas, había descubierto que su hijo la necesitaba ahora doblemente, juntos soportaron el dolor causado por la ausencia de Miguel Lombardo.


Shei :

Decirles que esta historia está basada en la Cuba colonial, por eso hay breves referencias a la esclavitud, clases sociales etc, cualquier duda pueden decirme, estaré publicando un día a la semana .

Espero que les guste esta historia, los quiero mis lectores 💓.

"Cuando la tierra tiembla" (En Revisión)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora