Capítulo 23.

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Manuel Antonio se levantó con el alma llena de pesar, su corazón le pedía a gritos que le dijera toda la verdad, que la convenciera de quedarse, pero la actitud hermética de la señorita Alejandra lo
detenía.

Marchaban de regreso los jóvenes y entre el galopar garboso de los cascos se dejaba escuchar el leve suspiro en la orilla del río que bordeaban, en los prados y sus alrededores las flores brillaban bajo el ardiente Sol se mezclaba en la expansionista brisa otorgando un inimaginable paisaje al moverse cada pétalo con el suave germir del viento, en el horizonte la iluminación del Sol superaba la cima de las vastas montañas.

Valle Alto era el lugar más sorprendente que había conocido Alejandra. Al llegar el tío los esperaba algo inquieto, Manuel Antonio se disculpó y su sobrina contó entusiasnada de los lugares que había conocido. Esa noche recibieron la visita de Don Gerónimo Duarte, portaba su pitillera dorada como siernpre, y un suntuoso traje marrón en el que no lograba ocultar su desgarbada figura. Hablaron de tutores afrancesados y del cambio dado en la educación de la isla, hombres de dotes grandilocuentes en
demasía, hablaba con total renuencia y para dar crédito de lo dicho puso de ejemplo la enseñanza que refleja ban las sobrinas de Don Ramón, cuando el joven escuchó aquel nombre cambió su estado de ánimo, su rostro cambió de color, entre sus manos giraban el reloj y la cadena de oro que de él colgaba, al recobrar su compostura sus facciones revivieron pero quedó abstraido con los recuerdos de esa mañana, solo lo trajo a la realidad la voz ronca del visitante:

—Ha estado usted ausente.

—Solo pensaba, discúlperne— respondió distraído.

La señorita Carmen en ausencia de su padre acudió a la casa de Mariano, ya juntos conversaron sobre lo cerca que estaban Manuel Antonio y Alejandra desde que ella había decidido quedarse, él le insinuó que la relación parecía un romance y para indagar lo que ella sentía le preguntó:

—¿Qué harás tú?

—No lo tengo claro todavía, debo ser cautelosa o todo puede echarse a perder ante mis ojos, debo recuperarlo.

—El nunca fue tuyo, entre ustedes nunca existió nada que no fuera amistad.

—¿De qué lado te encuentras?—gritó ella en el máximo de su ira.

—Bien sabes que lo que te digo es cierto, él nunca ha pertenecido a nadie y es eso lo que te molesta, que lo logre otra y no tú.

Los sirvientes despertaron con las primeras luces del alba, para preparar el desayuno y colocar los enseres sobre la mesa. La primera en acudir fue la señorita Alejandra e inmediatamente su tío, ambos iban a la misa en la iglesia del pueblo. En la capilla se alegraban los santos escuchando las voces terrenales, a Alejandra le gustaba la entrega que veía en los parroquianos, la devoción al entonar las canciones, la melodía inspirada en el amor de Dios que hasta él mismo se alegraba al escucharla; emocionada arqueaba sus cejas que adormaban su frente amplia y serena; sus mejllas sonrojaban con el ímpetu, subía el tono y lograba mayor exaltación, sus ojos negros se dilataban llenos de humildad, era envidiable su fuerza espiritual. Entre las familias que acudían a otorgar el diezmo se encontraban la señorita Duarte y su madre, quien era mucho más agradecida que su esposo y le otorgaba al padre una buena cantidad de dinero.

En Valle Real Manuel Antonio conversaba con su tío y con Diego, intentó salvarlos de la quiebra, les aconsejó invertir en los cultivos de tabaco, vegas inmensas para cosecharlo y exportarlo luego, eso los haría recuperarse.

En Valle Alto Doña Ceci había ordenado que le pegaran a Berenice y cerca del barracón la negra era azotada, Alejandra llegaba en ese momento, aprovechaba la ocasión para visitarlos pero al escuchar los gritos de la mulata se apresuró hacia allí, vio algo que la inmutó, la esclava estaba amarrada, era golpeada por el capataz, arrodillado a su lado y sujetando sus brazos Jacinto pedía
que lo golpearan a él. Las colas del látigo abrían zanjas en la espalda de la mujer y la sangre fluía entre sus carnes rotas, lastimándola en cada golpe, pidiéndole al capataz que se detuviera. Alejandra supo que solo Manuel Antonio evitaría esa crueldad, galopaba en la campiña cuando ella  lo encontró. Le rogó inmediatamente que detuviera a su abuela y al capataz, que una esclava sufría  sus abusos, Iloró apeada de su caballo y él secó sus lágrimas, juntos regresaron al barracón.

Se le desgarraba el alma a la negra ante cada acometida del brazo fuerte que la lisonjeaba, sus pómulos contraidos por el llanto, el grito que brotaba desde el fondo de su pena, las piedras del suelo pedían piedad por el cuerpo que las cubría y la conciencia del verdugo aún no despertaba, la sangre que manchaba sus manos no lavaba su odio. Conmovidos los dernás esclavos ante aquella injusticia escapaban sollozos y algunas lágrimas bañaban sus facciones, solo una esclava se atrevió ha acercarse y fue vencida de un latigazo en su muñeca cayendo de bruces contra el polvo clavándole el valor en la mirada a su compañera, que era lo único que podía llegar hacia ella.

—¡Emilio!— rompió el eco del látigo la voz magnánima del amo —¿¡No le he prohibido estos castigos!?, ¡Fuera de mi vista, no tiene perdón de dios!

—Pero niño su abuela me lo ordenó— alegó balbuceante.

—Las órdenes las doy yo y tú las tenías bien claras.

Alejandra descendió de su corcel con el alma deshecha, nunca había visto un cuerpo tan baldíamente lastimado. Manuel Antonio quitó las cuerdas que ataban sus manos y las de Jacinto quien inmediatamente se abalanzó sobre la desfallecida mulata y la alzó en sus brazos, con los ojos henchidos de dolor, reprimiendo una furia inigualable de odio hacia quienes habían lastimado el orgullo de su amor, ella gemía y él anidó la pena en su corazón, inyectado de aquella sangre que demanda venganza, ambos temían que Doña Ceci los separara, como otros esclavos que fueron sorprendidos, la joven esclava miraba humillada a todos, era preferible el cepo a que la hicieran desangrar rasgándole la piel y las ganas de vivir, por vez primera amaba y el azote quedaría como escarnio para los demás. Pero con Doña Ceci ese sentimiento les era imposible.

La señorita Fontalbo acudió hacia ellos consternada, hacía que el peso de su esclavitud disminuyera, ella misma sentía ganas de llorar al ver el vestido roto y la espalda lastimada de aquella joven, pensaba en la suerte de los africanos, lo que sufrían por la ambición de los blancos, ella quería contribuir a la abolición de la esclavitud y la injusticia contra aquellos seres. Cuando Manuel Antonio supo por qué Doña Ceci había ordenado el castigo, proclamó frente a todos que sus esclavos tantos domésticos como los del campo tenían el derecho de encontrar la pareja que desearan y en caso que fuera necesario le pedirían a él la autorización para el matrimonio. Sus
palabras sellaron las llagas abiertas de los esclavos, el dueño los entendía y los respetaba como ningún otro igual.

En la sala le pidió cuentas a su abuela, indignada Doña Ceci le dijo que él ha flaqueado ante una mujer, que ella pretende gobernar el mundo con su absurda foma de pensar a lo que él
defendiéndola alegó:

—Alejandra es justa, no le gusta provocar el dolor ajeno, son dos virtudes que usted debería aprender a respetar.

Ella se había percatado nuevamente que Doña Ceci era una mujer de sentimientos fríos, hipócrita ante los modales de la sociedad, su sobrino era el único que detenía su espíritu dominante
y fiero, Alejandra comenzó a aborrecerla.

En La Prodigiosa, Don Ramón Corbet recibió al señor Estupiñán, el encargado de llevarle el correo.

—El retraso ha sido debido a la crecida del río Las Lajas—le refirió su interlocutor—Durante una semana estuvieron esos caminos intransitables debido al fangal acumulado, lo cual impidió que su misiva llegara en el tiempo previsto, pero aún así me disculpo con usted, aquí está la carta que le envió su hermana Doña Leonor.

Don Ramón recibió la carta e invitó al mensajero a pasar a su estancia, le pidió disculpas e inmediatamente se fue a sus aposentos a leerla, estaba preocupado, su hermana no le escribía a menudo y cuando lo hacía se encontraba en apuros o necesitaba consejos. Leyó rápidamente las líneas y se escapó una tenue sonrisa en sus labios, acababa de enterarse de que Alejandra estaba comprometida con el único hijo del mejor amigo de Fernando Fontalbo, el Conde Gustave de Bon Fleur y ella misna acompañada del Conde iría a buscar a su hija, no le gustaba el silencio de sus hijas ni la falta de Alejandra de no regresar con ellas.

"Cuando la tierra tiembla" (En Revisión)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora