Capítulo 8.

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El rostro perfilado de Alejandra, con toda la belleza que lo definía estaba ahora diferente, en reposo, brindaba serenidad. Diego se acercó a su pecho y lo escuchó latir apresuradamente. Manuel Antonio le tomó el pulso y alzándola en sus brazos la subió a su corcel, apoyó su cuerpo sobre su pecho y emprendieron el camino de regreso. El observaba las manos blancas de la joven, tan delicadas sin fuerzas, la escuchó respirar próximo a su rostro y esa sensación le devolvió el juicio, sus cabellos se deslizaban por su pecho y le acariciaban el semblante, tenerla así de cerca lo incendiaba. Los Menén habían partido a todo galope para preparar las condiciones del doctor y en especial de Doña Ceci que por ser una señora entrada en años podría llevarse un susto al ver a la joven desfalleciente. Alejandra apretada contra el cuerpo del señorito Lombardo parecía un ángel, un fuego indescriptible ardía en su pecho, la impotencia maniobraba, no lo supo disimular y sintió unas ganas inmensas de llorar.

Al llegar a Valle Alto descendieron de sus cabalguras, la trasladaron al cuarto del dueño de la hacienda mientras el doctor esperaba en compañía de la señorita Carmen. En el salón todos aguardaban que el médico la atendiera y Doña Ceci se inquietaba que Don Ramón les pediría cuenta de lo ocurrido. Ana Celeste e Inés María en la cumbre de la desesperación rezaban por el bienestar de Alejandra. El señorito Mariano en un ademán impremeditado sostiene por el brazo a Carmen y la lleva hasta el portón.

—¡Tú lo hiciste!—le gritó exasperado.

—No sé de que hablas, suéltame, tu padre puede verte y no sé que explicación le darás.

—Eres una cínica, me utilizaste, para distraer a Manuel Antonio y desatar las riendas sin ser vista.

—Yo no quiero su mal, lo único que deseo es que se vaya—estalló en sollozos—quiero que se marche de aquí, ella me perturba y no sé lo que hago.

—Das lástima, mírate y dí quien eres realmente.

—Yo estoy arrepentida.

Ella intentó sostenerlo por el chaleco pero él separó sus manos con desprecio. Carmen miró hacia el cielo, gruesas lágrimas descendieron por su rostro, besó ambos pulgares e imploró al cielo su perdón.

—¿Dios mío como pude equivocarme tanto? Cómo estoy pagando lo que hice si Manuel Antonio se entera me odiará siempre ¿Qué haré?.

Alejandra aspiraba sales inglesas, el cuarto forrado de papel no dejaba ver la pulida caoba. Todos se levantaron al salir el doctor.

—¿Cómo está ella?—se apresuró a indagar el señorito Lombardo preso del desasosiego.

—¿Cómo está mi hermana?—interrumpió Ana Celeste en un arrebato incontenible.

—Cálmense todos—requirió SantiMariano—ella está bien sufrió un desmayo por el golpe al caer pero las sales inglesas la han revivido, solo debe descansar no es aconsejable moverla de lugar.

—Descuide doctor las Fontalvo se quedarán en esta haciendo hasta que Alejandra esté totalmente restablecida.

Doña Ceci envió un esclavo a "La Prodigiosa" avisando de lo sucedido a Don Ramón Corbet. Todos entraron ansiosos de ver a la muchacha, Manuel Antonio ordenó que arreglaran dos cuartos de los más ventilados para las hermanas de Alejandra e inmediatamente entró a su alcoba, donde ella reposaba rodeada de sus amigos. Él apartó las cortinas de tul cielo y ordenó que encendieran los velones cuya luz ardía enérgicamente cubierto por un velo rosa, los cojines y las almohadas que acolchonaban las fibras de su pelo eran de seda azul. El cuarto en su conjunto era muy acogedor, Alejandra preguntó aún distante que le había ocurrido mientras Inés María le contó todo, el señorito Lombardo habituado a hablar duramente no sabía cómo dirigirse a aquella mujer y sus palabras se agolpaban sin poder fluir hasta que acertó a decir cándidamente :

—¿Está usted bien?.

—Sí, gracias por toda su atención.

—No hay nada que agradecer, es mi obligación.

Sus hermanas le tomaron sus manos y él la contemplaba allí , tan frágil y tan hermosa y con una excusa se marchó. Su tía que lo observaba quedamente urdía en los más profundo de aquellos seres y lo siguió.

—¿Qué te pasa hijo?.

—No lo sé—contestó él dudoso.

—Tarda el enamorado en darse cuenta de lo grave de su enfermedad.

—No sé que me ocurre.

Manuel Antonio abrazó a la señora Gina y reclinó su cabeza sobre su pecho.

—Ese amor retenido te hará explotar, háblale lo que sientes, se desluce que estás a punto de estallar, no siempre se ganan esas luchas internas, en ocasiones ellas vencen. Conquístala con ese amor que sientes.

—Yo no sé de amores tía.

—Eso nace y fluye, pero si no tienes el valor para vivirlo huye de ella o serás esclavo de esa pasión.

—Ya no puedo dejar de verla, necesito tenerla cerca, hasta ahora no me había quejado de mi soledad, de esa indiferencia ante la vida pero me siento estúpido, no sé cómo dirigirme hacia ella si es capaz de renacer en mí sentimientos olvidados.

Gina regresó al cuarto donde Alejandra y sus hermanas conversaban sobre el dueño de la hacienda y su amigo e inmediatamente se hace partícipe de ella.

—El señorito Rodolfo correspondió desde niño a ese lazo de amistad, le seguía como ningún otro mortal, ambos se buscaban, se necesitaban y han perturbado su cariño.

Doña Gina se mostró solícita y al preguntarle Inés María sobre la solitaria vida de su sobrino comenzó a contar parte de su historia.

—Manuel Antonio fue un niño precoz pero esta niñez se vió truncada con el suicidio de su padre.

—¿Su padre se quitó la vida?—inquirió sorprendida Ana Celeste.

—¿Pero por qué, cuándo sucedió?—indagó Alejandra.

—El por qué solo podrá contarlo Manuel Antonio aunque él aún no la sabe, y sucedió cuando tenía 6 años.

—Eso es horrible—argumentó Alejandra.

—Mi sobrino ha sufrido mucho, creo que demasiado.

—¿Y su madre, qué fue de ella?—preguntó Inés María

—Mi hermana, Dévorah, era el sol que nos iluminaba, cuando ella murió yo vivía aquí con ellos, por eso cuidé de él como si fuera mi propio hijo—dió un largo suspiro y continuó diciendo—Él era un niño muy tierno y cariñoso, me encantaba mimarlo pues sus ojitos brillaban como piedras de esmeraldas, alegraba a todos con su dulzura, era como la primavera, refrescante, conquistaba con su jocosidad pero se fue llenando de amargura con el luto.

Doña Gina se sumergió en las remembranzas, había comenzado un viaje al pasado que las muchachas no debían conocer, con el alma en pesadumbre continuó :

—Él se convirtió en un corcel salvaje, indómito que corre indetenible hacia una meta inalcanzable, nadie supo salvarlo de esa ira, ni su madre disipaba sus turbaciones, sabía que le era necesaria una luz que resplandeciera su vida y dejara revivir a aquel niño travieso y querido.

Manuel Antonio irrumpió en la alcoba, se había cambiado y lucía espléndido, vestía un traje marrón que le sentaba bien a su tez bronceada, sus ojos glaucos se mostraban transparentes, detrás entró Don Ramón. Alejandra quiso incorporarse pero sus hermanas se lo impidieron, inmediatamente su tío se abalanzó hacia ellas, ya no estaba preocupado, las veía contentas, sonrientes, confiaba en el señorito Lombardo y Doña Ceci, quienes le argumentaron que el doctor les había recomendado reposo y por esa razón era aconsejable que se restableciera allí, él lo aceptó complacido.

"Cuando la tierra tiembla" (En Revisión)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora