Capítulo 26.

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Manuel Antonio estaba en lo alto de la colina, vestía un traje gris, se descubría su camisa blanca transpirando por ella su poderío, Ventisca se posó sobre sus patas traseras y agitaba al aire, profusamente, las delanteras; relinchaba y se retorcímajestuosamente, Manuel Antonio sujetaba sus belfos cual gallardo jinete que prepara su carrera, le hincó las espuelas e instantáneamente, como avalancha tempestuosa que desafía al viento y las alturas se precipitó desenfrenado. El cuerpo que antes parecía inerte con una vaga mirada indeletreable, había recuperado la vida.

Cuando pensaba en Alejandra su mundo giraba, esa colina que tanto gustaba a ella galopar, él revivía allí los encuentros, ella lo había liberado, todo lo bueno lo pronunciaban los labios de aquella mujer, la primera en quien confiaba a quien amaba.

El señorito Rodolfo sorprendió a todos en una visita a La Prodigiosa, en la sala se encontraban Ana Celeste y Don Ramón, Alejandra permanecía en su alcoba evitando ver a todos. Al entrar el señorito fue conducido por el mayordomo, pero en ese preciso momento, el albacea terminaba unos acuerdos con el dueño de la hacienda, así se excusó con el joven por unos minutos y quedaron a solas él y la menor de las Fontalbo. Rodolfo extendió su mano en señal de saludo tomó la de ella y la besó con fuego en sus labios, se sentó cerca y observó los rasgos románticos de la joven, le sugirieron una criatura inofensiva, con una timidez que la hacía parecer frágil, pero en verdad albergaba una fortaleza de espíritu que a todos contrariaba, ella vencía todos los miedos.

—Ana Celeste, ¿me extrañó usted?

La joven lo miró sorprendida, aquella voz impregnada de ternura se le colaba por los poros de la piel.

—Sí, por supuesto, —solapadamente bajó sus párpados y reconoció que sus manos sudaban—he extrañado cada palmo de esta tierra y a los nuevos amigos que hechos aquí.

El señorito sonreía perplejo, le agradaba lo que acababa de escuchar y su mirada se le clavó hondo pero con dulzura, otorgándole una felicidad que no había recibido antes.

—Escuchar eso me hace inmensamente feliz, yo la extrañé mucho, casi muero de nostalgia—Argumentó enternecido.

—¿Me está queriendo decir algo?—inquirió la joven adivinando en la delatable mirada sus propósitos.

—¿Me estoy perdiendo algo?—preguntó amistosamente Inés María e inmediatamente saludó al visitante.

—Para nada señorita, pasé a darles la bienvenida y al ver que se encuentran en perfecto estado pues me siento más tranquilo, si me permiten debo marcharme.

El señorito besó las manos de las jóvenes, pero dándole uno muy cálido a la más cándida, la menor, las apretó con denuedo y ella quedó sorprendida al sentir que su corazón se apresuraba dentro del pecho, en su inocente conciencia no sabía los sentimientos que le ocasionaba al enamorado que con
indetenible furia deletreaba cada rasgo de su piel.

Alejandra se repuso de su mal humor y acudió en busca de sus hermanas solo logró ver a Rodolfo cruzando el portón a todo galope, intrigada preguntó a que se debía su visita.

—Pues en verdad no estoy segura, dijo que había venido a darnos la bienvenida pero no le quitaba los ojos de encima a nuestra hermana— dijo Inés mirando a Ana Celeste.

—Es lo único que nos faltaba, ya bastante tenemos con que una de nosotras sea infeliz y no es eso lo que quiero para ustedes— Agregó con amargura Alejandra— A propósito, ¿no dijo nada de Manuel Antonio?

—Su visita fue breve, apenas nos saludó y con la misma salió—Argumentó la menor mientras se levantaba y acudía hacia su alcoba.

Gustave las vio y se dirigió hacia ellas, sin pensarlo Alejandra le huyó y salió hacia la caballeriza, él tras ella, la tomó por un brazo y le preguntó:

—¿Qué va a hacer mademoiselle?

—No lo sé pero déjeme ir, no será por la fuerza que logre retenerme, necesito estar sola.

Montó sobre una potra de su tío y cabalgó invenciblemente anonadada, su cuerpo era pesado al igual que la carga que llevaba su alma, tenía dos caminos para escoger, en uno estaba el deber y esperaba su madre y el Conde, en otro el amor y solo la esperaba Manuel Antonio.

Con espíritu diáfano, imperial se dejaba llevar por el instinto, atravesaba el campo donde comenzaban las tierras de Manuel Antonio. El cielo se vestía de oro, el firmamento sentía la furia de sus rayos, pero cruzaría un arroyo para acortar el camino a Valle alto.

En el despacho, conversaban el señorito Lombardo y su primo Diego, intentaban trabajar en los negocios de Don Manuel, pero se encontraba carcomido por el remordimiento de los celos y desconcentrado no lograba confirmar los datos sobre las inversiones para las vegas de tabaco, en ese instante llegó Rodolfo.

—Estuve en la hacienda de Don Ramón.

—¿Viste a Alejandra?—preguntó contrariado su amigo.

—No logré verla, pera a Ana Celeste sí.

Rodolfo calló pero sus amigos quedaron atentos de la expresión de su rostro, cambió de ánimo, su mirada era avispada, irradiaba el frenesí de sus ardores.

—¿Te gusta la muchacha?—inquirió Diego con sarcasmo.

—Pues sí, creo que ella me corresponde.

Diego río y le dije complacido:

—Amigo, has caído en la trampa del amor.

Mientras Alejandra pasaba el estrecho río, se percató que este había ensanchado su cauce, las aguas mojaron su vestido, el caballo temeroso dio un respingo, ella sujetaba fuertemente al corcel pero las corrientes comenzaron a hacerse más rápidas, temerosa intentó voltearse pero el caballo con una de las patas lastimadas por las piedras la tiró al agua. Alejandra logró sujetarse por las bridas del animal, con fuerzas tiraba de su cuerpo, ella comenzó a gritar pidiendo ayuda, varios esclavos que venían de las plantaciones acudieron a sus voces, y dos negros robustos se tiraron al agua, la sujetaron y sacaron al corcel.

La joven se desmayó por el susto y las sacudidas de la corriente del río. Las esclavas la reconocieron pues eran de la dotación de su tío, y sobre la grupa de su caballo fue transportada. En La Prodigiosa el joven Gustave estaba impaciente y Doña Luisa había revuelto a la servidumbre hasta las otras hijas temían la huida de Alejandra. Los esclavos que la traían entraron por la puerta del fondo inmediatamente les avisaron a los amos y doña Luisa se sintió desfallecer, el Conde corrió y la cargó en sus brazos llevándola a su alcoba rápidamente.

Una de las esclavas se atrevió a contarlo todo y las hermanas callaron para no irrespetar a su madre pero la culpa fue haciendo mella en su interior. Imaginaba a su hija en medio del río evitando ahogarse y la tenía en casa a salvo, no sabía que determinación tomar, si la de ella le podía costar la vida.

El Conde se arrodilló ante la cama en la cual descansaba Alejandra, la nombró, tomó sus manos frías y le dijo:

—A partir de este momento eres libre. Doña Luisa que escuchaba todo, sin poder reprimir el llanto abandonó el local, Ana Celeste le preguntó al Conde:

—¿Por qué lo hiciste?

—Yo sé lo que ella está sufriendo, si alguien me obligara a casarme con otra mujer amándola a ella no podría hacerlo.

—¿Te ha dicho algo?

—Con sus acciones ha sido suficiente.

Alejandra exhalaba un suspiro con toda la nobleza que embargaba su amor, escuchó todo lo que hablaban su hermana y el Conde pero lo sentía lejano, pensaba que haría en los días próximos, deseaba que pertenecieran a Manuel Antonio, si se quedaba después de lo que acababa de decirle su prometido les haría saber a todos que era cierto que amaba al señorito Lombardo.

Cuando Manuel Antonio llegó a La Prodigiosa todos en la casona estaban ocupados, él se presentó y el mayordomo acudió a avisar a su dueño, incontenible Don Ramón se dirigió hacia él y después de los saludos fomales le platicó:

—Señorito Lombardo, hemos sido siempre buenos amigos, desde que su padre vivía, en honor a eso necesito que me diga la verdad, ¿ama usted a mi sobrina?

La pregunta se le clavó profundamente en el alma, ellos lo sabían todo.

—La amo más que a mi propia vida.

"Cuando la tierra tiembla" (En Revisión)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora