Capítulo 22.

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Alejandra experimentaba una mansedumbre poco usual, contemplaba conmovida la pureza de esos parajes. Reconoció las plantas labiadas con flores blancas y malvas, con un aroma peculiar: la albaca y las recogió llevándola entre sus manos. El se sentía orqulloso por los bosques que bordeaban sus tierras, aquel intrincado monte de maderas preciosas, caoba, cedros, dagames, ébanos, sin dejar de enseñorearse entre ellos la soberana: la palma real, alta y majestuosa estiraba sus pencas al viento. Y saber que algunos de esos árboles sirvieron de leños en el tiempo de molienda, alimentaron el fuego de las chimeneas del ingenio, los esclavos que conocían el territorio las llevaban hasta allá, así habían sufrido un poco sus bosques, hasta que cambiaron los ingenios, se mecanizaron y duplicaron el rendimiento, se mejoró la calidad del preciado azúcar. Manuel Antonio había desplazado el negocio de la sacaroza y
había dirigido su capital hacia la ñ ganadería y le propició una especie de mentalidad libérrima más cercana a la conciencia burguesa que al hacendado esclavista. Aquella inescrutable mirada que él manifestaba no le resultó indiferente a la joven ni el misterio escondido en aquellos ojos capaces de
adivinarlo todo hasta las sensaciones ñ que experimentaba en cada movimiento, ella sabía que aquella pasión crecía en medio de la amonía del ambiente apacible en que se encontraban; solos los dos y en lontananzas, las montañas como únicas testigos.

—A este lugar le llamábamos el bosquecillo, cuando éramos pequeños solíamos jugar aquí, era nuestro secreto y el único lugar especial donde no nos encontrarían.

—Me honra al traerme hasta aquí.

—Deseo demostrarle que ocupa un lugar especial en mi corazón, pienso que es mejor demostrarlo con hechos que con palabras.

Alejandra sentía que su cuerpo temblaba temía que terminara pidiéndole su amor, ella que estaba comprometida pero que lo amaba, ahora estaba completamente segura que lo amaba.

—Confío en que lo aprecie y disfrute tanto como yo— interrumpió su pensamiento— era mi más  anhelado sueño traerla hasta aquí. Manuel Antonio abrió una reja, la habían construido rústicamente él y sus amigos en su adolescencia temprana, estaba cubierta por ramas, algo oxidada pero alta como la del portón de su hacienda, al pasar se descubrió un terreno paradisíaco, donde no existían penas ni temores, nada que atormente al hombre salvo el perfume del jazmín, la madresevas y amapolas, elevándose asustados dos colibries repiqueteaban con mágica velocidad.

La señorita Alejandra se sentía como la divinidad que reina en los prados y él parecía un fauno al cual respondían las aves y flores. Momentos que se le concedían como regalo divino aunque efímeros, llenan de un bienestar absoluto, el aire perfumado los arrastraba hacia la pasibilidad de los ánimos.

Sería también un refugio para ella, se acercó a un roble, se reclinó y dubitativa miraba a todos lados evitando encontrarse con la figura de su compañero pero al darse cuenta el señorito se acercó, sus ojos se achicaron enternecedoramente, su cutis enrojecido por los rayos del sol que se colaban entre los arbustos y hermoso ante ella, percibió la sombra de su tristeza.

—¿Qué le ocurre, acaso no le ha gustado el lugar?

—Ah, no piense eso por favor— añadió disipando su nostalgia—es que el estar aquí me hace feliz, de veras, solo recordaba algunas cosas, mi niñez, adolescencia, estaba extrañando los tiempos pasados.

—Es muy jovencita para pensar así, mire Alejandra yo cumplí 25 años, mi abuela desea casarme  más que cualquier cosa en este mundo y que le dé un seguimiento a nuestro nombre, un heredero para Valle Alto y yo he decidido vivir la vida olvidando los tiempos pasados, cada etapa tiene sus encantos. Ahora ahora usted es una moza bella que distruta de paseos y de mi compañía, es muy inteligente y quizás pronto conocerá el amor.

"Cuando la tierra tiembla" (En Revisión)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora