Die hard - Kendrick Lamar: Parte II

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Secco entró con cuidado. Las luces estaban apagadas, puede que Zero estuviera dormido. Abrió la puerta de la habitación y comprobó que no lo estaba. A oscuras, la sombra de Zero estaba sentada a las patas de la cama.

—Hola.

—Hola —respondió, con la voz ronca y floja.

—¿Enciendo la luz?

—Preferiría que no.

—¿Tienes agua? ¿Comida? —Secco se acercó lentamente.

—Sí.

—¿Puedo sentarme?

—Vale.

Secco se sentó torso con torso, pierna con pierna. Zero no tenía energías para reaccionar, para pedir espacio. Al contrario, pasados unos segundos, apoyó la cabeza en su hombro. Secco le abrazó con el brazo.

—He estado pensando en una respuesta.

—Yo también. He estado pensando mucho en qué hacer.

—¿Quieres contarme?

—Tenías razón. No te conozco. El Secco que conozco no tiene miedo a lo que puedan pensar de él. Lo que pueda pensar yo de él. No quiero que mi amigo me tenga miedo, por eso, por todos los momentos en los que te haya hecho sentir así... Quiero decirte esto.

—Dime.

Zero levantó la cabeza y le miró a los ojos, lo poco que se veían. Sabía que los suyos estaban rojos, le sorprendió ver los de su amigo tan hinchados.

—Nada de lo que puedas hacer va a separarme de ti. No importa que hagas, que no hagas. Si vas a la cárcel, voy contigo. Si decides hacerte cura, haré cómics desde una iglesia. Si te casas con un hombre, te acompañaré en el altar y si no quieres verme... Solo ahí tienes salida. Me da igual el resto.

Secco no respondió. Tampoco quitó el brazo. Temía perderlo de vista si no podía tocarlo, por estúpido que sonase.

—¿Cuál es tu respuesta?

Si dejaba de tocarle su miedo vencería, y perdería al amor de su vida.

—No quiero seguir con nuestra amistad. —Sin necesidad de verle, sabía qué cara estaba poniendo Zero. Lo notaba en su respiración, detenida. En el ligero temblor de sus hombros. —Nuestra amistad ha sido una farsa durante mucho tiempo. Ni tú ni yo confiábamos en el otro. No puedo fingir más que es lo que quiero de ti.

—Y qué quieres.

(Zero pensaba en aquella vez que Secco fue expulsado del colegio. Su madre le castigó durante meses sin salir de casa y Zero, que no se podía estar quieto, quedaba con él para hablar a través de la terraza de su casa. Una ligera sonrisa en la cara de Secco era suficiente recompensa, pues le iluminaba la cara como mil farolillos.)

—¿A largo plazo? No lo sé. Ahora solo quiero estar aquí. Quiero intentar arreglar esto.

—Vale. Hagámoslo. ¿Cómo arreglamos esto?

(Secco recordó todas las veces en las que Zero acabó herido. Peleas, traiciones, entierros. Secco estaba ahí, vigilando la herida, que no se hiciera más grande. Calmar un derrame que no cesaba con trapos, como si pudiera hacer algo.)

—No creo que podamos arreglarlo.

(Si hubiera podido, Secco habría abrazado la herida con todo su cuerpo. Tampoco serviría para nada. Pero sería lo correcto.)

Zero no podía escuchar nada, salvo la respiración de Secco, profunda.

(Aquella vez en la que fueron ambos a París, a una manifestación. La policía les tiró al suelo nada más comenzar, pero cayeron juntos y se levantaron juntos. Mientras Secco lanzaba bombas de pólvora, Zero comprendió por completo que la única acción revolucionaria persistente es el amor por el compañero. No por aliado, no por camarada, sino por el mero hecho de que ambos sufren cuando no es necesario.)

Enamorado tuyoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora