𝒫𝒾𝒶𝓃𝑜

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Me siento delante del piano de amarillas teclas,
Preparándome para escuchar las afinadas e incorrectas notas.

Me apuro, paso más rápido mis dedos por las teclas que resuenan con sus cuerdas, mientras su sonido lastima su mecanismo.
El sonido del dolor que desgarra la partitura interpretada incorrectamente.

Siento como su dolor es compartido conmigo, siento como le duelen las teclas cuando las presiono más y más fuerte.

Cuando alejo mi vista de la partitura antigua y presto mi atención a mis manos en el piano, veo sangre.
Sangre que brota de entre las teclas lastimadas.

Pero sigo, me lastimo y lo lastimo a él, pero sigo. No paro por nada, ni por los errores, ni por las súplicas, ni por el dolor.
Ejerzo fuerza, más fuerza de la que mis manos tienen, y el piano ejerce más resistencia de la que sus teclas tienen.

Siento que me derrito junto con la sangre que él derrama.

Y continúo equivocándome y lastimándonos a ambos, por el simple deseo de tocar.

El piano y yo empatizamos el uno con el otro, y nos entendemos, y nos compadecemos.

Comenzamos a disfrutar del dolor de nuestro cuerpos y del rio de sangre que se escurre de ellos.

El éxtasis a pesar de las notas erróneas perdura. Se hace más notorio sumando sensaciones plácidas que no paran hasta finalizar la partitura.

El final se aproxima y yo me lamento. No quiero parar de sentir la sensación que el piano me provoca a mí, aunque nos duela a ambos.

Y así ocurre.
Finaliza la partitura y la composición se siente vacía al final.

Me separo del instrumento y del rio de sangre con odio, rencor, tristeza, lamento, arrepentimiento...

Ahora solo me toca escuchar las correcciones obvias de mi profesor.

Y lo veo a él ignorar la sangre y comenzar a tocar a la perfección con una cara de total indiferencia hacia el piano y sus sensaciones.

Es increíble.

𝕾𝖚𝖘𝖕𝖎𝖗𝖔𝖘 𝖉𝖊 𝖚𝖓 𝖛𝖆𝖒𝖕𝖎𝖗𝖔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora