9. La Belle Nuit

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Cuando abrió los ojos, el sol comenzaba a colarse por las ventanas de la habitación anunciando un nuevo día. Pero se quedó en la cama, inmóvil. Esta vez no se había despertado sobre el pecho de Roman; él la rodeaba su cintura con el brazo, sosteniéndola desde atrás en un perfecto zig-zag en el que sus cuerpos encajaban como un tetris.

Quiso moverse para liberarse de él, pero Roman no aflojó su brazo, y pronto se dio cuenta del error que había cometido: al rozarlo había despertado una parte del cuerpo del rider, que ahora se presionaba insistentemente contra su glúteo demandando su atención.

«Mierda. Hasta dormido me acosa sexualmente».

—Roman —susurró, intentando despertarlo con suavidad—. Roman, despertate. Me quiero levantar.

Él apenas abrió los ojos, y volvió a cerrarlos, quejándose con un gruñido.

—Es demasiado temprano. Quedate quieta y dormí un rato más.

Y, en vez de soltarla, la apretó más contra él, volviendo a dormirse casi al instante.

Diana se mordió el labio, molesta, y se quedó allí, repitiendo una y otra vez en su cabeza las razones por las cuales detestaba a Roman. Pero ninguna de todas aquellas voces era capaz de borrar su atención de la presión que sentía sobre su glúteo.

«No pienses en eso, ya se le va a bajar (si es que se le baja en algún momento del día), y vas a poder dormirte y despertarte más tarde, olvidándote de este desafortunado episodio».

Respiró hondo, y luego una vez más, y otra, en un intento por distraer su mente haciendo consciente su respiración (un truco que le había enseñado Lore tiempo atrás). Y funcionó, porque sin darse cuenta se quedó dormida.

Pero lo que no esperaba era soñar con él. Esta vez, el escenario era similar a la realidad, solo que en lugar de odiar a Roman por estarla apoyando (e intentar alejarse), apretó sus glúteos hacia atrás disfrutando de ello. Y no solo eso: comenzó a moverse, rozándolo de arriba abajo.

La excitación recorría cada célula de su cuerpo, palpitando desde su centro con una deliciosa promesa de placer. Cuando más lo rozaba, más crecía aquella estimulante sensación.

—Despertate —le dijo una voz; su voz—. Despertate.

Abrió los ojos de golpe, sobresaltada, y saltó de la cama enredándose con las sábanas. Se llevó las manos a la entrepierna en un inútil intento aplacar el cosquilleo que aún sentía debajo de las bragas, pero solo logró empeorarlo.

—¡Mierda, Diana! —se quejó Roman con un jadeo.

Al igual que ella, acababa de despertarse al borde del orgasmo. Se inclinó sobre sí mismo, con los puños apretados contra las sábanas, y gruñó.

«No puede ser... Lo acabo de... ¡Mierda!»

La habitación quedó en silencio. Diana no supo qué decir, ni qué hacer, consciente de que lo que acababa de pasar lo había generado ella. Roman le dedicó una mirada que no supo descifrar; no supo si estaba conforme y relajado, o si tenía ganas de torturarla de alguna manera por haberle hecho eyacular así.

—Perdón, estaba soñando, no quería... —intentó disculparse, pero a medida que hablaba se arrepentía de cada palabra, que no dejaba de sonar peor que la anterior. La verdad era que ninguna excusa que pudiera dar la eximirá de lo que hacer.

El rider se incorporó hacia atrás, apoyando la espalda contra el respaldar de la cama.

—Vení.

Diana se quedó inmóvil, sin terminar de imaginar qué pretendía.

NI EN TUS SUEÑOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora