10. La Perra y el Perro

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Estiró el brazo para alcanzar el otro lado de la cama, pero al darse cuenta de que estaba tan vacío como frío abrió los ojos de golpe, para comprobar que Diana no se encontraba allí.

Se incorporó buscándola con la mirada por toda la habitación, pero tampoco la vio en los sillones de la ventana, ni en el sofá. Saltó de la cama y se apresuró hasta el baño esquivando a la gatita en el camino, que huyó a esconderse debajo de una cómoda. Y entonces reparó en la nota que Diana había dejado allí, sobre ese mismo mueble.

—¿"Necesitaba salir a caminar"? —leyó en voz alta y, haciendo un bollo el papel, se puso unos vaqueros grises y salió de la habitación a toda prisa.

Recorrió los pasillos buscándola, preguntándole a los riders que se cruzaba, hasta que dos de ellos le comentaron que la habían visto hacía dos horas aproximadamente, paseando por el jardín al norte de la propiedad.

«Mierda, Diana. ¿Dónde te has metido? Este lugar no es un castillo de princesas...».

Salió de la mansión por la puerta que daba al norte, hacia unos jardines bien cuidados y un bosque de coníferas doscientos metros más allá.

—¡Diana! —la llamó—. ¡Diana! ¿Dónde te has metido?

Le había dicho que no saliera de la habitación sin él, que era peligroso, pero de todas formas lo había hecho.

—¡Diana! ¡¿Dónde mierda estás?!

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No sabía a quién se le habría ocurrido construir aquel invernadero en el claro del bosque, pero sin duda había sido una idea que a Diana le había encantado. Si bien estaba descuidado, lleno de suciedad, hierbajos, y varios cristales rotos, no dejaba de parecerle un sitio mágico.

—Debería pedirle a Roman que arreglara este lugar, así podría venir acá cada vez que necesite escaparme de él. Podría traerme a Buena Suerte también, así sale de esa habitación y vive un poco.

El crujido de una rama entre los árboles llamó su atención, y cuando se volvió, se encontró con los atentos ojos de cuatro perros marrones de hocico negro, con las orejas erguidas y cara de pocos amigos. Uno de ellos le gruñó, los otros dos no tardaron en imitarlo.

—Oh, no. —Se quedó muy quieta, intentando calcular si sería capaz de ocultarse de ellos dentro del invernadero.

—¡Diana! —escuchó a lo lejos, y los perros también, pues giraron su cabeza en la dirección de aquella voz: la voz de Roman.

—¡Estoy acá! —respondió, pero entonces los perros volvieron a centrar su atención en ella, y avanzaron amenazadoramente.

Retrocedió entre los cristales rotos, ocultándose detrás de una estantería herrumbrada (como si eso pudiera detener el ataque de aquellos cuatro animales). Una de las encimeras de madera se vino abajo cuando la rozó, haciendo que perdiera el equilibrio y se cayera sobre los cristales soltando un grito asustado.

Los perros gruñeron, tomándose aquel grito como una invitación, y se abalanzaron hacia ella. 

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—¡Zatrzymaj się! —les ordenó Roman con voz firme, y los cuatro animales se detuvieron en seco, volviéndose hacia él y recostándose sobre sus patas delanteras—. ¡Diana! ¿Estás bien?

Preocupado, ignoró a los animales y se apresuró hacia el invernadero, donde encontró a la chica todavía en el suelo.

—Sí, estoy bien —respondió ella, disponiéndose a levantarse, pero entonces se dio cuenta de que se había cortado en la pierna con uno de los cristales—. O casi. No me dijiste que tenías perros con ese carácter.

NI EN TUS SUEÑOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora