EL RASTRO DE UN CAZADOR

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En antaño los finqueros les contaban a sus paisanos muchas anécdotas fantásticas durante las reuniones nocturnas, ya sea a la luz de una fogata, con luz de luna o un candil; muchas de esas historias eran comentadas con incredulidad, otras tantas recibían confirmaciones de sus oyentes que procedían a comentar situaciones similares de las cuales habían sido testigos directos u oído el testimonio de un conocido. Entre esas historias se hallan los encuentros con seres descomunales que merodean por la selva, aplastando arbustos y hierbas con su inmensidad, misteriosas marcas de criaturas reptantes del ancho de un buey. Hasta hoy se suele escuchar un relato de este tipo con sus variaciones locales o como reminiscencias de un pasado no muy lejano, entre las veces que esta historia se contó fue de la boca de Don Polibio a la luz de una lámpara de kerex tras un largo día de faena en el que habían limpiado la chacra, contada incluso antes de que una gran guerra azotara el viejo continente.

Don Polibio con sus rasgos rústicos y su cuero correoso, arrugado y moreno por trabajar bajo el sol tomaba una apariencia lúgubre ante la luz de la candela y con una piel de tigre detrás de él colgada en la pared. Todo el grupo lo oyó, sentados sobre un banco largo de guayacán pintado de celeste en una mesa del mismo material y color del banco, comiendo de sus platos de fierro. Les contó lo que le ocurrió un jueves al día siguiente del miércoles de cenizas. Estuvo despierto desde las cuatro de la mañana para iniciar con la liturgia de las horas; prosiguió a tejer la fibra de la tagua para elaborar un cabo para amarrar un torete al cual ya no amamantaba la vaca. Siendo todavía muy temprano, apenas se empezaban a vislumbrar una luz precoz naciendo entre la neblina se dispuso a partir, se colocó su sombrero de paja toquilla, llevó el cabo envuelto al hombro y el machete enfundado en cuero de toro. Llegó a su potrero, no pudo hallar al animal que buscaba en una primera mirada, quizás estuviese escondido entre la hierba elefante. Terminó de mudar a su ganado y empezó a buscar al torete, subió a una loma para buscar señales del animal. Efectivamente halló un rastro, la hierba estaba aplastada, un camino que llevaba hasta los terrenos de Don Ignacio, pero por una parte en la que no se había limpiado la montaña; siguió el rastro, cruzó entre un árbol de amarillo y otro de prieto, camino con cuidado de hallarse con ninguna sierpe venenosa, desenfundado desde entonces su machete.

Encontró pisadas del torete, el sol ya se elevaba sobre el cielo, las copas de los árboles le cubrían de su brillo, las aves silbaban sobre su cabeza; las pisadas desaparecieron y en su lugar se topó con un pedazo de piel reseca de serpiente bajo un árbol, era del largo del machete; pero más gruesa de lo que uno esperaría, por el tamaño tendría que ser una equis. No muy lejos de ahí halló sangre y cuero blanco del torete. Su corazón se agitó lleno de miedo, sus músculos se entumecieron y su estómago vacío se revolvió ante lo que su vista percibía, enormes huellas felinas, el torete en su audacia de juventud se aventuró fuera de la seguridad del grupo y fue sorprendido por un carnívoro voraz; tras respirar un momento se percató de que la sangre estaba coagulada, ya era hace mucho que se le había dado muerte, seguramente durante el crepúsculo.

Anteriormente ya había matado a un tigre en su adolescencia, cuando junto a su padre y algunos vecinos salieron a cazar uno de estos animales tras que se le hubiesen desaparecido seis reces y un paisano lograse avistar al animal devorando a una de sus víctimas, el finado Virgilio, un negro de casi dos metros había logrado asestarle un tiro, tras lo cual el animal huyó herido y Virgilio fue a dar la voz de alarma. Ocho hombres salieron en su busca, solo tres con carabinas de un solo tiro, siguieron el rastro de sangre, cuando lo hubieron hallado el animal fue impactado por un nuevo disparo de Virgilio. El tigre corrió salvajemente hacia Polibio padre, derribándolo y atacándolo con sus garras, Don Polibio padre se defendió de las fauces con su machete al mismo tiempo que gritaba enloquecido; fue cuando Polibio hijo lleno de terror sufrió un arrebato de valor providencial, corrió en socorro de su padre con grandes zancadas. En cuanto estuvo al alcance sus ojos se hallaron con los ojos del tigre, no había odio, no había ira, había miedo, miedo y dolor, y sintió de nuevo el miedo en su pecho, en un instante eterno su voluntad se tambaleó, sin embargo su mano se movió e impactó un machetazo certero en la nuca del tigre dándole fin. Su padre tuvo que ser llevado durante dos días a caballo para ser tratado en un hospital, volvió a casa dos meses después con la piel del tigre y la colgó en el comedor, justo sobre donde comía Polibio hijo.

Rememorando esos tiempos recordó que el animal no podía comerse a todo el torete de una sentada, aquella presa debería durarle por un par de días, quizás estuviese comiendo todavía; así que siguió el rastro por el cual el tigre arrastró su alimento; caminó por una hora con una mezcla de miedo y confianza, creía poder repetir su hazaña de juventud, aunque estuviese solo. Siguió el rastro de la hierba alta doblada, ya no se escuchaba el canto de las aves y el sol era agobiante, cruzó por una zona empantanada con precaución de no atascarse, curiosamente ahí no había huellas de las garras del tigre, simplemente se había hundido el lodo como si hubiese pasado un tonel; por toda la huella había hojas resecas sin haber ningún árbol cerca, seguramente fueron arrastradas por el viento pensó. Con la vista y los sentidos profundamente agudizados escuchó un llanto, un llanto de recién nacido, un llanto incorrecto de reverberaciones asimétricas y lúgubre, un llanto distante y ahogado que le produjo terribles escalofríos por lo inesperado de su presencia; cerca estaba el platanal de la recientemente enviudada Doña Lidia, más no tenía hijos pequeños, quizás fuese alguna trabajadora que estuviese limpiando el lugar, ya que Doña Lidia ya estaba muy mayor. Cuando el rastro en lugar de desaparecer se extendió, creyó acertadamente, pero por motivos erróneos, que estaba por hallar al felino y a los restos del torete, la maleza y pasto aplastado se doblaron en tamaño, la hierba se movía más adelante. Escuchó unos maullidos ahogados, lastimeros y el sonido de huesos quebrándose. Trepó por un tronco seco que se estaba descortezando del ancho del rastro, desde ahí vio la carne masticada del torete, sus ojos fríos y muertos, el cuero blanco manchado de sangre y barro; también vio moverse una piel manchada, encontrándose rápidamente con los ojos del felino. Miedo, observó el miedo en sus ojos, miedo y dolor nuevamente, recobró en ese instante el terror que concibió en su adolescencia, sintió que se le tambaleaba el suelo y sus brazos se le agarrotaron, profesó otra vez la fuerza providencial. Levantó el machete preparado para defenderse, cuando de pronto el tigre lanzó un gruñido luctuoso, sin intención de atacar, parecía estar atrapado en las gruesas ramas del árbol, la respiración ahogada y desesperada del tigre se detuvo, los ojos felinos ya no mostraron miedo, ni vida, su cabeza cayó con la lengua colgándole por un costado de la boca.

La perplejidad reemplazó al terror, la confusión a la valentía y aquella fuerza providencial se convirtió en decepción; con sus sentidos ya relajados se percató que el suelo si se movía. En realidad, el tronco se movía, un tronco al cual por fin prestó atención, aquel tronco no tenía corteza, tenía piel, piel escamosa y reticulada; al igual que las ramas que apresaban al tigre que aflojaron su agarre y lo dejaron caer. Escuchó el siseó viperino, sintió el movimiento zigzagueante de la superficie donde estaba de pie, perdió el equilibrio y cayó hacia un costado, su sombrero voló por el aire, sin embargo, a su machete lo sostuvo con firmeza entre sus dedos, se puso de pie tan rápido como el desconcierto y el miedo se lo permitió, perdió su cabo de fibra debajo de la descomunal serpiente, era tan gruesa que le llegaba hasta por arriba de la rodilla y tan larga que no podía ver su inicio y su fin entre la maleza. El desconcierto no duró, la fuerza providencial volvió, la fuerza que en su juventud usó para darle muerte a un depredador, esta vez fue usada para huir en cuanto aquella monstruosa bestia de sangre fría asomó su cabeza escamosa, la piel vieja todavía le cubría la cabeza y los ojos impidiéndole ver. Don Polibio usó esta ventaja para tomar su sombrero y correr con toda su fuerza, mientras escapaba a grandes zancadas escuchó el llanto de un bebé, un llanto de bebé agónico y terriblemente paródico. Huyó por el mismo camino que siguió, sus botas se hundieron en el barro, con desesperación se agarró del elefante para zafarse, con todo el torso embarrado se le pegaron las hojas que había visto antes, y se logró percatar por fin que no eran hojas, eran piel reseca de serpiente; la hierba se sacudió a sus espaldas, el llanto tenebroso volvió. Don Polibio se incorporó de un salto, corrió con sus botas llenas de agua sin mirar atrás y sin detenerse y en todo el camino desesperado que hizo hasta su casa le pareció escuchar el reptar, el siseo y el llanto.

Llegó a su casa pálido y agotado, su mujer lo vio llegar desde la huerta en donde ella junto a sus hijos sembraban nuevas hortalizas. Doña Úrsula viendo cuan tarde había llegado su marido del ganado fue a recibirlo y sin percatarse por completo de su estado le preguntó:

― ¿Se volvió a perder el becerro?

MELANCOLÍA, INCERTIDUMBRE Y PORVENIRDonde viven las historias. Descúbrelo ahora