LA MUJER SIN CABEZA

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En las selvas tropicales del Ecuador, a un pueblo de apenas un par de centenas de personas llegó Francisco, nieto de uno de los fundadores de la parroquia. Aparcó su auto en el patio de la casa de sus abuelos, una residencia de dos pisos de madera de guayacán, la casa construida en los años cincuenta cuando solo existían caminos de herradura aún se mantenía en pie e incólume, siendo restada la impecabilidad de la fachada por los años de humedad; Francisco se detuvo en el zaguán de la casa antes de entrar, recordó como corría por los alrededores de la casa persiguiendo a sus primos cuando jugaban al perro y al venado.

— ¡Panchito! ¡Al fin llegaste, mijo! — clamó una cálida voz femenina.

Era su tía Patricia, una mujer avejentada, rolliza y morena por toda una vida dedicada al campo, la única hija que había permanecido en el hogar familiar. Fue recibido con gran afecto por parte de su familiar, ella se iba a la playa, sus primos se la llevaron más tarde ese mismo día y él se quedó en la casa para cuidarla, buscaba alejarse un tiempo del ajetreo citadino, tan solo tenía que alimentar a las gallinas, él único tipo de animal que aún podía cuidar su tía.

Tras salir al centro del pueblo y encontrarse con viejos conocidos y amigos, se dispuso a descansar en la cama que antes usasen sus abuelos, pues no quiso desordenar la habitación de su tía, en su cuarto permanecía una vieja cama de fierro, un armario de roble en el que se guardaban todas las pertenencias de sus difuntos abuelos y una vieja televisión de veinte pulgadas a blanco y negro. Para él, acostumbrado a las sirenas y cláxones de la ciudad, los sonidos de los grillos, las aves nocturnas y las ranas del pantano fueron como una canción de cuna, en una oscuridad profunda logró conciliar el sueño. He ahí que soñó con una mujer de figura virginal, desnuda de piel blanca como la leche, cuando quiso descubrir el rostro angelical que debería pertenecerle a aquella aparición divina no pudo hacerlo, un borrón oscuro le ocultaba el rostro. La mujer caminaba por el monte, repentinamente se le abalanzó con las manos extendidas rasguñándolo, hiriéndole, la sangre brotó, las hojas verdes se mancharon de sangre y fue cuando despertó. Agitado, sudando en una madrugada húmeda y ya no pudo conciliar el sueño de nuevo.

Sin darle importancia a aquella pesadilla hizo su día con normalidad, sus nervios empezaron a desequilibrarse cuando se acostó nuevamente a dormir, esa vez soñó con un hombre, un hombre de sombrero blanco, alto y fornido tampoco pudo verle el rostro, pero, vio lo que hacía, lo vio someter a una mujer y ultrajarla con violencia desmedida. Escuchó los gritos, el llanto, vio la sangre, vio el horror en un rostro irreconocible.

Inquieto fue con sus antiguos amigos a contarles sus terrores nocturnos, les habló de la mujer sin cabeza, y estos le relataron que en tiempos que sus abuelos eran jóvenes se había encontrado a una chica decapitada el lindero de la finca de Don Dionisio, abuelo de Francisco y de la finca de Don Quique, abuelo de Ignacio, uno de los amigos ahí presentes; también le narraron sobre las historias que contaban los cazadores, tanto nativos como colonos de como solían hallar durante el crepúsculo a una mujer desnuda sin cabeza que los espantaba y perseguía. Ignacio acompañó a su amigo hasta la casa, estuvo desde la tarde hasta que cayó la noche, cuando vieron llegar a Héctor en su camioneta con una acompañante que vestía lo que parecía una blusa con margaritas, Héctor bajó de la camioneta solo.

—Gente, ¿a quién más invitaron? — había mencionado al entrar.

—A nadie más, ¿por qué? — respondió Francisco.

—Había un tipo con sombrero parado en el zaguán cuando me estaba acercando.

Francisco sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo, no les dio ningún detalle acerca de esa parte.

—Recién llegas y ya andas viendo cosas. — Ignacio soltó una risa ladina —Mejor llama a tu mujer, que entre ya que la trajiste.

—¿Mi mujer?

—Bueno a la novia, la pelada, la mosa o ¿a quién trajiste en el carro?

—Pero si vine solo.

Ignacio y Francisco miraron por la ventana y en efecto, no había nadie en el asiento de copiloto; tras esto sus amigos salieron del lugar igual o más aterrados que su anfitrión. Francisco hizo todo lo posible por no dormirse, tomó café cargado y bebidas energéticas, sin embargo, la falta de sueño pudo con él. Volvió a verla, esta vez vio su rostro, una muchacha que no habría llegado a los quince años, de cabellos negros y rizados, ojos marrones oscuros y un vestido de margaritas, la vio recorrer los sembríos de café chupando el fruto maduro con inocencia, vio a un hombre de sombrero blanco observarla a lo lejos, sostenía un machete, aquel hombre se le hizo familiar, era... él. Cuando despertó de su pesadilla el sudor frío le recorría el cuerpo, con el corazón latiéndole desquiciadamente buscó con desesperación en los cajones del armario, pues estaba seguro que aquel hombre de sus sueños no podía ser él mismo, halló un sombrero, halló un cuadro, y en ese cuadro el mismo rostro del hombre que vio,  estaba mucho más joven de lo que lo conoció alguna vez, pero, sin duda eran el mismo hombre, su abuelo.

MELANCOLÍA, INCERTIDUMBRE Y PORVENIRDonde viven las historias. Descúbrelo ahora