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Estuve la noche entera despierto en la habitación de Silvia. Sentando en un sofá viejo, esforzándome por que mis tripas no se regaran sobre el piso. A duras penas podía cerrar los ojos. Vaya final para un viaje.

He olvidado el nombre de las cosas, cuando me pidieron que fuera a la estación de enfermería, achino los ojos. "¿Qué es una enfermería?" Respondo a una decena de preguntas a chicos que bien podrían ser mis compañeros de facultad. Que si Silvia tenía asma, que si ya había tenido un episodio similar antes, que si conocía si sus padres sufrían de alguna enfermedad. Yo que sé. Sí, éramos amigos. A ratos éramos como una pareja. Cuando les contesto, lo hago con fastidio, a punto de gritar, hasta que el doctor coloca su mano en mi hombro y me dice que ya me puedo ir.

Había pasado tardes enteras con Silvia, noches en la que me había tocado entregarla borracha a sus padres pese a que ella solo había tomado dos tragos de tequila. La había visto subir los quinientos escalones de Las Peñas sin ninguna sibilancia en el pecho. Pero, de pronto, un par de palabras hacen que su organismo se quiebre.

Ella habla con el doctor mientras yo voy por un café que sabe a tierra. Casi me duermo en la mesa del comedor de no ser porque tuvieron la cortesía de levantarme.

—Es algo común para su condición... la arritmia, las palpitaciones, la falta de aire. —Frunzo el ceño. —Usted lo sabía, ¿no? Tiene una enfermedad congénita.

Asentí.

—Claro, claro. Solo que no lo había visto en acción. Una cosa es que te avisen, otra es verlo.

—Me imagino. No se preocupe, pudo haber sido grave, pero no lo fue. En unas cuantas horas se estabilizará y le daremos de alta. Saldrá a media tarde de aquí. Le enviaré medicamentos y chequeos periódicos.

—¿Algo más?

—Sí, no le de disgustos.

No hay noción del tiempo en los hospitales. Entré con Silvia a las diez de la noche y salí a las cuatro de la tarde. No hay día ni noche, sino un cielo infinito de luces fluorescentes. Le compré un globo barato con una flor en una tienda de regalos cercana al edificio.

—¿Qué pasó? ¿Por qué estoy internada? —Cuento con mortificación la escena de anoche como si le hubiera sucedido a alguien más. Ella interrumpe con vergüenza y un asombro cínico.

—Lo siento, debió ser...

—¿Cuándo planeabas decirme que estabas enferma? — Pregunto desde el sofá, cuidando la separación entre ambos. Traga saliva.

—¿Y tú? ¿Cuándo tenías planeado decirme que no me querías?

—No es que no te quiera... —Me rasco la nuca lastimada por el mal sueño.

—... No me quieres, déjate de tonterías.

—Me estás cambiando el tema. Estábamos hablando de ti.

—¿Ahora te intereso?—Ella dice en un hilo de voz, diminuta en camilla de hospital, a punto de llorar.

—Vamos, Silvia.

—No quería que sintieras pena por mí. Todos lo hacen. Quería que fueras la excepción.

Tarde. Yo ya sentía ese sabor rancio en mi paladar y no me podía deshacer de él. Ella nota con melancolía el globo y lo señala como una niña señalaría un pájaro curioso en el cielo. 

— Gracias.

—De nada.— Atiné a responder. Gracias por no morir, quise agregar.

Y, de nuevo, la marea. Golpeando las puertas de nuestra habitación del hospital. Ríos que surgen de los ojos de Silvia. Más mar, ¿Cuánto mar puede contener una persona? 

—No llores, por favor. No. Te lo suplico. Mira que la última vez que lloraste...

—¡Me voy a morir! ¡El doctor dijo que tanta tristeza me iba a matar y me voy a morir!

Tomo su mano entre las mías con molestia. Apenas y podía recordar el tiempo en que fuimos amigos. Ahora tenía a Silvia-lastre, Silvia-ancla, Silvia-albatro.

—¿Qué puedo hacer para que dejes de llorar?

Antes de abrir la boca, supe que no sería una respuesta fácil.

—Quiero que te quedes conmigo y que no te vayas jamás.

—Quiero que te quedes conmigo y que no te vayas jamás

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Señorita FloreroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora