Los Guardiola cumplieron con su palabra: compraron la casa. Para evitar preguntas de Silvia, fue presentada como un regalo de bodas. Una casa cara en una de esas urbanizaciones de La Puntilla con nombre repetitivo (¿Laguna Sol? Quizá. ¿Sol Río? De pronto. ¿Mar Sol? Son lo mismo, da igual). Allí, las casas son idénticas, hileras de viviendas de blanco y marrón con piedras que decoran la fachada, con jardines de césped sintético y caminos de adoquines. La nuestra era la villa 16 en la novena manzana. Nuestro garaje era el único vacío del sector.
Nuestros vecinos eran perfectos, una pareja de abogados con un Jeep. Sus hijos iban a un colegio Alemán, como su apellido. Me saludaban con falsa cortesía al verme, y el padre se unía con sus amigos los sábados en el club social para hacer parrillada y jugar fútbol. La madre iba a todas las reuniones habidas por haber y regresaba algo bebida, pero nunca despeinada.
Nuestra casa es un espacio lúgubre donde las luces ya están apagadas a las siete. El señor Guardiola está dispuesto a negociar conmigo sin dejar a su hija ir del todo.
—Si Silvia se marcha, ¿cómo sabremos de su salud? Sé que estudias medicina y que los teléfonos existen, las cosas se escapan de todas maneras. Estudias largas horas y mi hija se queda solita en casa, sin ayuda de nadie... Dios no quiera, le da un ataque y tú no estás. Sí, sé que te dije que está bien lo de la casa, todo matrimonio necesita su lugar pero me sentiría mejor si pasaras las veinticuatro horas con mi hija. ¿Qué te parece dejar de estudiar por un rato?
Un tajo más. Un sacrificio más. ¿Hay algo más que quiera llevarse?
—Sí, supongo. La universidad seguirá abierta de todas maneras. Ya de por sí tardaré en graduarme, dos o tres años no harán la diferencia.
Él está eufórico pero guarda la calma.— ¿Puedo confiar en ti?
—He hecho todo lo que me ha pedido. ¿Qué razón tiene para desconfiar?
Tenemos una casa de amplias ventanas que dan hacia el patio, una cocina vacía con islas de mármol, un horno y una refrigeradora. Una sala con un solo sofá largo y un plasma que cuelga de la pared escueta. Ninguna foto de los dos ni cuadros. Dos cuartos, porque eran optimistas y pensaron que tener hijos estaba entre las posibilidades. No es mucho, sin embargo, he entrenado a Silvia para que le pida cualquier cosa que se le antoje a mí o a ella a su padre:
Diles que necesitas un televisor más grande porque te aburres, dile a tu mamá que necesitas un sofá más grande porque con este no puedes recostarte bien y te duele la espalda, diles que quieres una cafetera de las que hacen varios tipos de café para que desayunes saludable, una lavadora, un parlante inteligente, una laptop...
Nunca fallan en entregarnos las cosas al domingo siguiente, llenos de amor por su hija.
Compartir cuarto con Silvia es horrible. Nuestra cama doble es el más estrecho de los elevadores. Su aliento está en mi nuca, incluso cuando estamos separados. Ella no sabe compartir ni sábanas ni edredones por lo que mis pies se congelan. Silvia, triunfal, ha ganado. No importa su tinte gris, ni las largas discusiones por teléfono con su madre ni el monitor atorado en las madrugadas. Aunque está deshecha, ha ganado.
Sí hay una parte de esta vida nueva que me gusta: tengo un buen rincón para escapar. Una piscina en el patio trasero que no es muy grande y que se nota que ha sido construida al final tratando de hacerla encajar en el espacio pequeño entre las macetas vacías y los adoquines. No es lujosa ni bonita. Cuando la vi por primera vez, ni la habían llenado. Poco importaba, ese pequeño rectángulo turquesa brillante me hizo sentir más feliz de lo que me había sentido en meses.
Cuando terminamos de comprar todos los muebles, de colgar las cosas en las paredes, de transformar el cuarto extra en un estudio y de llenar la piscina, Silvia había logrado vivir tres meses más de lo que los doctores estimaban.
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Señorita Florero
General FictionTadeo no quiere a Silvia, pero pronto descubrirá que no hay una manera posible de deshacerse de ella.