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Un buen día Silvia pierde su anillo de bodas y llora por lo que parece una eternidad. Un chillido espantoso que me acompaña al regar las plantas y ver el televisor. Las olas de un pequeño mar que se pueden escuchar incluso con los audífonos puestos. Me vale, te puedo comprar otro, te juro que no estoy molesto.

Pero ella quiere seguir insistiendo, revisando dentro de cada calcetín.

—La metáfora, Tadeo, tú no estás viendo la metáfora. El universo trata de decirme algo. Si no es por el anillo, ¿Qué prueba hay de que estamos juntos?

Eso y una triste foto de nuestra noche de bodas en la que tengo los ojos rojos, con la comezón de las lágrimas.

Se le pasó. Bueno, no lo hablamos. Sé que me odió por no darle importancia a los símbolos. Recorrí las joyerías del centro en búsqueda de un anillo similar solo que más barato. Lo hallé, con perla de bisutería incluida. Me cree cuando digo que encontré el anillo en una de las macetas del pórtico. Aunque los anillos tienen sus diferencias, lo acepta sin chistar. Feliz, de su boca saldría el peor de los sonidos:

—Te amo, Tadeo.

Agua fría salpica mi rostro. Lo dice sin previo aviso, como quien tira una bomba. Ya lo había escuchado antes, justo después de su boda. Era un rumor en el aire. Un mosquito zumbando. Nada más.

—Por favor, no lo vuelvas a decir.

—Yo...

Antes de agregar algo más, se le viene un ataque de tos.

—¿Estás bien?

—Sí, nunca he estado mejor. Casi me ahogo de lo feliz que estoy. —Contestó entre silbidos.

En ninguna de mis redes sociales se menciona que estoy casado aunque a veces se me escapan pedazos de ella: su taza cuando le tomo foto a mi comida, sus perfumes cuando me tomo fotos frente al espejo, un pedazo de su pulgar al recortar las fotos que nos tomamos frente a la piscina. ¿Por qué no subes fotos de nosotros? Porque soy una persona privada.

Angélica vuelve, es el tipo de amigos que aparece y desaparece en el momento preciso. Vuelve a existir cuando la vida me la pone en el feed de instagram. Cada vez que le respondo un mensaje, me voy a la sala o al pasillo por la paranoia de que Silvia me vea por encima de su hombro.

—Tadeo, bebé, te extraño. No te he visto por la facu. Me haces falta. La lista B te extraña. Vamos perdiendo este año sin ti.

Omito los detalles importantes. Nada de alianzas, ni casas, ni mujeres enfermizas que cuando tosen te retumban desde adentro de los tímpanos. Le digo que fue culpa de los problemas económicos de mi madre que me obligaron a conseguir un empleo, que no se desespere, que pronto estaría de vuelta.

—Pero, ¿Cuándo puedo verte?

Intercambiamos mensajes durante una semana.

Si yo no lastimaba a Silvia, ella encontraba una manera de sufrir. Le tomó un par de días unir los puntos. Nada que un estudio a conciencia de mis redes sociales no le hubiera informado. Me la imaginaba sentada en medio de una clase de universidad, teléfono en mano temblorosa, leyendo cada uno de los mensajes mientras inventaba una historia. Había muchas mujeres, tías, abuelas, amigas de la infancia, ex novias con las que terminé en buenos términos. La única que se mantenía constante era Angélica.

De seguro la investigó mejor que la policía.

Ese día se queda en la cama- otro dolor de pecho. Es como si la estuvieran aplastando con una roca, afirma. No había dormido toda la noche y tenía las manos heladas. Paso el día encadenado a ella, la monitoreo y le recuerdo las pastillas que debe tomar. Soy su muleta de apoyo emocional. Soy el oso de peluche que necesita para dormir. Tomo el teléfono entre mis manos cuando ella dijo que se iba a bañar. Cuando regresa, aún lo tengo entre manos.

—Si sigues hablando con esa mujer me vas a matar.

¿Qué mujer?

—Esa Angélica que quiere contigo.

Tadeo deja el teléfono encima de la mesa de noche sintiendo como la sangre se acumula en sus palmas. Trata de calmarse, sin embargo, no se le pasa por alto el hecho de que pronuncia el nombre de su amiga como un insulto. "Por mí", piensa, "por la casa, por el sueldo que me dan". Silvia tiene que mantenerse feliz, tranquila, sin ganas de irse.

Angélica es solo una amiga. Ya puedes dejar de tener una crisis nerviosa.

¿Tú crees que eso me va a calmar? Silvia resopló.— Se sienta con la espalda apoyada en la encimera. Como si no supiera que te coges a tus amigas...

—Solo hablamos.

—Porque todavía no han podido salir. Es muy obvio. Ni siquiera le has dicho que estás casado. No entiendo, Tadeo, qué tiene Angélica que no tenga yo.

Él suspira con todo el cansancio de sus pulmones.

—¿Y qué más quieres de mí?— grita y le da un golpe a la cabecera de la cama. —¿Qué mierda más quieres de mí? Porque todo lo que tienes ahora, es lo que vas a tener. Lamento que no pueda amarte, pero he hecho todo lo que podía.

No podía reclamarle por algo que ya le había dado a entender en varias ocasiones. De la ira pasó a la tristeza, y de allí a una mezcla de ambas.

—Te diré lo que Angélica tiene, —ella continuó—Ella sí te deja salirte con la tuya. De seguro sabe que yo existo pero finge demencia. Ella y todas las chicas que llegaron antes de mí dejaron que tú las usaras y las desecharas. Lo hiciste tan bien que las dejaste pensando que fue su culpa. Pero conmigo se acabó. Conmigo no vas a poder. Y si yo soy infeliz, tú serás infeliz conmigo.

La ira es marea fría que le levantó el brazo. El sonido de la bofetada se puede escuchar en las cuatro esquinas de la habitación. Silvia, con los labios entreabiertos de incredulidad y la respiración trabajosa, sostiene su rostro rojizo. Esa única bofetada es seguida de un par más, como si hubiera abierto la caja de Pandora. Cuando la ve temblar, para.

¿Quieres matarme?—Ella esconde su rostro entre sus brazos.

No. Sí. A veces.

Lo siento, lo siento mucho. Él se levanta de la cama, y toma su teléfono de la mesa de noche con sus extremidades un poco más pesadas.

 —Deberías saber que todo lo que dices es una exageración. Tú misma te llenas la cabeza de ideas. No vuelvas a hablar así de mis amigos. No vuelvas a hablar así de Angélica. Si tú tuvieras amigos, yo los respetaría.

Ella está demasiado aturdida para escucharlo. Tadeo quiere poner su mano sobre su hombro, calmarla antes de que llegue a mayores. Ella se aparta con brusquedad. ¡No me toques!

Él se deshizo en disculpas toda la semana. Compró las flores favoritas de Silvia, mandó una foto de los dos a imprimir para colgarla en la pared, la llevó a los lugares de la ciudad a los que siempre había querido ir e incluso fue un par de veces a su facultad para acompañarla durante las horas vacías. Ella siguió sin hablarle.

Lejos de sentirse relajado, esperó lo peor. Esperó a que Silvia hablara con sus padres para que le dejaran de pagar las mensualidades. Esperó a que lo publicara en alguna parte, así como les habían hecho a algunos amigos suyos, párrafos enteros de como habían sido malos novios y pésimas personas. O que se lo dijera a Angélica, aquella que escribía ensayos feministas en Instagram, sin embargo, lo dejó ir. El silencio empezó a aturdirlos a ambos, el saberse solos en su propia casa. El sábado por la mañana ella lo vería tomando café frente al televisor, y se sentaría en su regazo sin ninguna introducción o disculpa.

Pasa las manos sobre su cabello, apaciguado. 

Señorita FloreroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora