27.

10 4 0
                                    

Veintitrés años, sin carrera, sin hobby, con los amigos contados. No permitía que mi madre pusiera un solo pie en nuestra casa, por miedo a que se diera cuenta de la sombra en la que me había convertido. Me limito a esconder mi infelicidad por vía telefónica. Cuando por mala suerte mi madre y Silvia se encuentran en el teléfono, las conversaciones terminan en resentimiento y silencios prolongados. 

—Hay algo malo con esa chica, me admite. Sé que no crees en esas cosas pero es un vampiro energético.

El síndrome de Estocolmo es demasiado fuerte como para ser resuelto con un discurso persuasivo.

—Un vampiro.

—Sí, una especie de súcubo.

Y podría serlo, Silvia-vampiro con dos dientes que sobresalen de sus labios. Pero, ¿Qué se podía hacer al respecto? ¿Soñar que me iba por esa puerta?

—Te dejo, no vaya a ser que esté escuchando nuestras llamadas.

—¿Revisa tus llamadas?

No, pero ganas no le faltan. Si Silvia-insecto pudiera esconderse entre mis ropas o pegarse en las paredes, lo haría.

Por su parte, los Guardiola visitan con frecuencia. A veces tenía la desgracia de verlos dos veces a la semana. No felices con ello, también llaman a su hija tres veces al día. Ella responde a sus interrogatorios a regañadientes, moviendo el pie con impaciencia. Su madre siempre pide que le reporte así sea el dolor más mínimo y que le envíe fotos de sus signos vitales cada cinco horas.

Noviembre, diciembre, mi cumpleaños, enero. Silvia se matriculó en la universidad y avanzó dos semestres más escribiendo sus poemitas y recibiendo halagos de todos sus compañeros mientras yo me sentaba en el sofá, físicamente adolorido de nadar y ver televisión. Supervisando a Silvia. Sí, quizá se desmayó un par de veces o tuvo migrañas y arritmias, pero el resto de los días pasaron sin contratiempos ni crisis. De pronto, cuando se acordaba, batallaba por tomar café sin derramar nada de la taza.

Febrero, el cumpleaños de Silvia, abril.

Aunque enferma del corazón, la alarmante mayoría de resultados que me tocaba reportar a la mamá de Silvia eran normales. Suben y bajan pero no eran tan extremos como se podía esperar. Mientras floto boca arriba y medito, le escribo a un par de amigos ya egresados. Les mando una nota de voz extensa y algunas fotos que he estado recolectando.

—Hola, soy Tadeo. Hace tiempo que no sé de ustedes. ¿Qué tal? Tengo algo muy importante que preguntarles.

—No le veo nada,—me responden al mismo tiempo.

Un golpe en la boca del estómago. Tambaleo por unos segundos en el agua, perdiendo el equilibrio. ¿Y si todo es mentira? No. Nadie puede ser así de cruel. No hay manera en la que Silvia sea capaz de eso. Silvia podrá ser cualquier cosa, menos maquiavélica. Se necesita más de dos dedos de frente para serlo y sé muy bien que ella no los tiene.

No, debe ser una buena racha. A veces los doctores se equivocan.

 A veces los doctores se equivocan

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Señorita FloreroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora