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Llegamos a la ciudad a las ocho de la noche. Mientras dejamos la costa atrás puedo ver el mar recogerse y agrandarse, como si tuviera pulso propio. El caos está embotellado en el cuerpo de Silvia, quien pagó ochenta dólares para que nos llevaran del hotel hasta la puerta de su casa y luego yo me desaparecería. "Estoy enferma, no puedo caminar. Es más, ni siquiera debo viajar."

Se quedó dormida en mi regazo y no pude decir nada. ¿Quién sería tan imbécil para negarle reposo a una moribunda?

Señorita FloreroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora