CAPÍTULO 49 - LA BOMBA HAYASHI

18 6 0
                                    

—¡Todos a sus posiciones! —gritó Cassandra—. ¡El fuego ya se extinguió!

Un golpe estrepitoso en la puerta me hizo soltar el frasquito antes de tiempo. Lo recogí, advirtiendo que las piernas me volvían a temblar como una gelatina.

—«¡Tutora, están escalando el castillo!» —dijo Danniel.

—«¡No quiero ver ningún militar asqueroso aquí arriba, ¿me entienden?! ¡La orden es la misma: aniquílenlos!»

Danniel se volvió:

—«¡Pero es que son demasiados! ¡Nos quedaremos sin municiones pronto! ¡O los usamos con los militares que están escalando o con los que están en la puerta!»

Los pensamientos de Mario, que también estaba con los de explosivos, eran tan altos que opacaba los de la tutora Francia:

—«Piensa, Mario, piensa —se dijo a sí mismo—. La bomba Hayashi —mencionó, viendo a Danniel con fijeza—, tío, usaremos la bomba que diseñasteis en la práctica».

—«¿Se te ha ido la pinza o qué? Es una bomba terremoto. Eso sería un suicidio. El castillo se haría pedazos».

—«No estás razonando» —dijo Francia.

—«¡¿Joder, qué diablos hacemos entonces?!»

—«Usar las granadas —contestó Danniel—. Las aturdidoras, las incendiarias, las de fragmentación... no una puta bomba».

Mario se dirigió a Francia:

—«¿Qué dice usted?»

—«El ejército está en la puerta. Usarla nos afectaría también a nosotros. No podemos —Francia notó a Mario rebuscando más soluciones—, no aún. En otro momento tal vez. Lo que haremos es seguir con el plan de las aves rojas: granadas, metralletas, pistolas, piedras... lo que tengamos».

—«De todas maneras, ¿me autoriza ir a buscar la bomba con Danniel?» —preguntó.

—«Por supuesto —consintió Francia—. No tarden. Estaré dirigiendo a sus compañeros». —Guardó la pistola y la cambió por el rifle. Se pasó la mano por la frente; la lluvia le hacía arder los ojos. Asomó la cabeza por encima del muro. Los militares subían como garrapatas, sujetándose de las ventanas y las piedras. Esos desgraciados ni siquiera llegarían al primer balcón. A Francia se le tensaba la espalda de mantenerla contorsionada por tanto tiempo. Fue hasta la esquina del salón. Se acomodó lo mejor que pudo y siguió con su trabajo.

—¡Cálmense todos! —pidió Eric—. En lo que destruyan la puerta los de fuego atacarán.

—¡Son cientos, miles! —dijo Ellen, con pócima bailándole en los dedos trémulos—. ¡Nos triplican la cifra!

—No nos vamos a dar la vuelta, ¿oyeron? —Eric la ignoró—. ¡Si nos van a matar, que nos maten en nuestro castillo! No sé ustedes, pero yo voy a pelear, sino ¿de qué valieron los entrenamientos? ¿De qué valió repetir las mismas pruebas dos, tres y hasta cuatro veces? ¿De qué valió el esfuerzo? A ustedes... ¿acaso a ustedes Renzo les enseñó a rendirse? —Se formó un silencio en el octágono—. ¡Respondan!

—¡No! —contestamos al unísono.

—¿Y entonces? ¿Por qué tienen miedo? Si él estuviera aquí estaría regañándolos, y con razón. Así que demuéstrenles a todos lo que han estado aprendiendo. No le vayan a fallar a su tutor.

Ver a Eric tomando las riendas de la situación hizo que me perdiera en su discurso de aliento. Estaba tan seguro de sí mismo que inconscientemente transmitía ese poder que lo caracterizaba a los demás. No teníamos miedo de enfrentar a los militares, sino de la clara desventaja en números. Pensar que la batalla sería en vano nos hacía perder fe.

A pulso lento [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora