CAPÍTULO 38 - PONERSE LOS GUANTES

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—¿Quieres? —Eric sostuvo una papa frita delante de mis ojos—. Abre la boca, anda.

—Ya puedo comer sola, ¿sabes?

—No lo hago porque lo necesites.

El viento que pegaba en el balcón se intensificó llevándose las servilletas. Le recordé a Eric mientras pisaba las pocas que pude alcanzar con el vaso lo terrible que había sido traernos las bandejas al salón del cielo.

—Olvida las servilletas. Ven.

Aparté la comida hacia un lado y me acerqué. Observé en su expresión juguetona lo que estaba buscando. Abrí la boca esperando que me pusiera la papa encima de la lengua.

—Pareces un pescado muerto. —Se carcajeó echándose hacia atrás. Ignoré el comentario volviendo a mi bandeja—. No te molestes; estoy jugando. Ven, ¿qué esperas?

Intercambié miradas con la papa arrugada y sus ojos brillantes de haberse reído tanto. Luego eché un vistazo hacia el interior del salón. Confié una vez más, abriendo la boca, y la recibí apresuradamente. Los dedos de Eric me sujetaron el mentón y, tan fugaz como el titilar de un relámpago, depositó un beso en la frente.

—No he olvidado lo que pasó en los DAMA'S —dijo.

Siempre que tocaba ese tema lo evadía con un comentario referente a las prácticas o a algo que le recordara que estaba mal, que lo condenaría el castillo entero y que podíamos ser expulsados. ¿Quién podía vivir así, ocultándose de todo el mundo? Parecíamos murciélagos saliendo por las noches y haciendo exhibiciones en los pasillos con la poca claridad para que el otro lo detectara. La luz del día nos molestaba si estábamos demasiado cerca como ahora; me apartaba con brusquedad de él, Eric evitaba hablarme y los únicos contactos físicos frente a los demás eran solo abrazos o, quizá, rozarnos la piel detrás de las puertas. No sabía qué pensaba él de nuestros deslizamientos escurridizos por las grietas del castillo; esperaba que no se frustrara al no poder darle más que compañía. Sin embargo, lo veía muy cómodo. Y me ponía la cabeza al revés pensar que con solo eso estuviera bien.

—Hoy es el día —comenté, apartando la cara antes de que sus manos buscaran otro tipo de tacto—. Ya estoy lo suficientemente bien para hablar con la directora.

—Déjame ir contigo.

—¿Y exponerte a una sanción? —Me metí varias papas a la boca—. Ni lo pienses. Esta pelea es mía.

Después de haber escuchado del otro lado de la oficina una señal dejé que Eric me diera un abrazo y un último beso que me alivió tal cual medicamento. La quemadura que había recibido al meter las manos en la candela, inscribiéndome en la práctica de boxeo, cubría una extensa capa de piel que no terminaría de sanar hasta que aplicara la pomada correcta. Hasta entonces, Eric era el único bálsamo que me servía para reducir las ampollas de ansiedad que quemaban a media noche. Me levantaba, lo buscaba sin hacer ruido y lo aplicaba en pequeños toques sobre mi piel oyéndolo asegurarme en voz baja, protegida bajo sus sábanas, que en menos tiempo del estipulado estaría totalmente recuperada de aquel error.

Encontré a la directora exponiendo su colección de abanicos en la pared detrás de su escritorio.

—Tiene... más de treinta. —Me cohibí de entrar por completo—. Ya sé qué le heredó a Eric.

Me cubrí la boca apretándola con las manos. Su postura me dio el frente, cerrando un abanico con minicuchillos escondidos en los pliegues.

—¿Cómo te enteraste? ¿Él te lo dijo? —El arma descansó sobre su mano.

—Lo escuché en el bosque —solté demasiado rápido—. Un militar. Ellos lo saben. No fue mi intención... eh, no quise decirle...

Golpeteó su palma desviando la mirada hacia mis zapatos.

A pulso lento [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora