Zoológico de ideas.

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Hoy a las 18:18 empezaba la sesión con mi psicóloga.

Quería hablar, tenía ganas. Después de cada miércoles me sentía más liberada, pero esperar y recordar cada pensamiento que tenía entre miércoles y miércoles era difícil. Esta vez quería hablar. Quería que me pregunte por "ese" tema.

Siempre me es complicado empezar, soltarme, y hoy no fue la excepción. Tenía compañía azulada en el bolsillo, que se hizo presente por un rato y luego volvió a su lugar, pero cuando las preguntas se empezaron a asomar, fue más fácil.

Había pasado un buen rato hablando de esto y de aquello, pero seguía sin aparecer la cuestión. Y entonces surgió: de la nada, en un silencio, y tuve que retroceder en el tiempo, a unos no tan lindos momentos.

Soledad.

Tristeza.

Amargura.

Desilusión.

Enojo.

Resentimiento.

La rabia y los celos-no-celos que, con el cambio de postura, se deshacían en hilos muy finos de seda.

Las hostiles palabras, las crueles maneras, las distancias.

Cuando encontraba un momento donde repartir todo el enojo que me causa la situación, los diversos motivos que le puedo encontrar, los mil y un porqués que me pregunto a mí y nadie más (hasta que llega el miércoles), ahí... ahí entonces la habitación es un Caos. Un Caos con todas las letras: C-A-O-S. Un Caos con ideas volando por arriba de mi cabeza, como pájaros en el cielo, saltando por el piso como pequeñas liebres, e incluso nadando entre ella y yo, como peces en el océano, un océano un poco (muy) turbulento.

Ideas que salían a chorros por mi boca, como una ametralladora de palabras, e ideas que se iban formando con el decir la palabra anterior; pero cuando terminaba cada idea y hablaba ella, la calma reinaba, como si los humanos nunca hubiesen pisado el suelo en esta tierra y los animales viven felices en su hábitat natural, no en un zoológico de ideas.

Las mariposas flotaban por todos lados, las medusas nadaban sin prisa, los pájaros en cámara lenta se desplazaban en una única dirección. Parecía una escena de película.

Pero cuando hablaba nuevamente yo, los sonidos a mi alrededor eran más fuertes, el bochinche de animales era cada vez más. Ruidos, ruidos y más ruidos. Los decibeles aumentaban con cada carácter que pronunciaba. Las ballenas cantaban como el mejor barítono de la ópera, y ella asentía; los monos chillaban, y ella volvía a asentir, le estaba dando en el palo; los búhos ululaban, las cabras balaban, los abejorros zumbaban, los burros rebuznaban, las boas silbaban, los caballos relinchaban, los cuervos graznaban y cuando los enormes elefantes producían su estridente barrito, ella volvía a asentir: cuando el reino había llegado a su pico máximo de salvajismo (al cual no le podía calcular su vértice como en una parábola, porque nunca entendería cuál era el final), cuando en su más trastornada forma, peleando unos contra otros (cuál batalla de rap), los animales llegaban a una tregua; nosotras dos, humanas frente a la naturaleza plena, habíamos llegado a las mismas conclusiones: no estaba bien.

La luz se había apagado en el cielo, y no me percaté hasta que se hizo la hora de terminar, 15 minutos después de la hora habitual, pero si observé como la paz se hizo lugar: los caballos pastaban en un rincón de la habitación, los pájaros en sus nidos trinaban suavemente unas pocas veces, las gacelas extendían sus largas patas para trotar por las tablas de madera, las mariposas se posaban en los estantes, los delfines nadaban en la taza de café, los monos se colgaban de las macetas y los leones se refugiaban en un recoveco debajo del escritorio.

Ya no era un zoológico de ideas, y eso me gustaba, porque en ese lugar, tanto los animales como las palabras están apresadas contra su voluntad.

Ad sanandumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora