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Pero tras las largas noches en vela, aun con compañía, no lograba olvidarse de él.
Al recostarse en su cama, por muchas manos que tomasen su cuello delicadamente a su pedido, ninguno lo sujetaba como él; suave pero sin intenciones de soltarlo.
Ninguno hacía lo que él, cuando se apoyaba sobre su propia mano. Quedando a tan solo milímetros, rozándose, todos correrían su dedo para la comodidad personal: ninguno haría lo que él, ninguno entrelazaría ambos pulgares tras su oreja, a pesar de lo complejo de la caricia.
Ninguno dormiría con un guisante bajo el colchón, excepto él.
Ninguno lo amaría como él lo hacía.

Ad sanandumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora