Sueño desesperanzador

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Un día como cualquiera todo cambió. Sé que suena al inicio de una historia cliché de amor, pero no fue para nada lo que sucedió.

Salí de mi trabajo, como un martes común en mi vida, y caminé por la calle que cruzaba para ir a comprar al Kiosco de la esquina un chocolate para mi mujer. Hoy estaba muy transitada, demasiado. Era raro, nunca estaba así de llena (y mirá que no era el centro). Supuse que era a causa de alguna marcha de último momento, aunque dudé al no ver ninguna señal, ni grupos grandes de gente amuchada.

Caminé y caminé. Estaba a unas cuadras de casa. Las cosas parecían distintas, ¿realmente estaba en Viamonte al 400? Tenía que estarlo: ahí estaba la casa de la mamá de Mía, y la panadería, al lado de la peluquería.

¿Por qué me resultaba tan poco familiar la calle por la que caminaba todos los días?

Siempre el mismo recorrido, pero esta vez sentía que podía perderme en cualquier momento y lugar. Los edificios parecían hasta distintos, ¿la casa de Amelia fue siempre rosa?, ¿el supermercado siempre había sido lila?

Me resultaba raro todo. La inquietud aumentó: la cantidad de gente en esa zona seguía siendo la misma, mucha, muchísima. Intenté escapar de la multitud, pero cuando caminé hacia otra dirección, mi vista se nubló, y al pestañear había vuelto al Kiosco de la esquina.

Una, otra y otra vez el camino se hacía sobre sí mismo, llevándome sin piedad al inicio.

Caminar era cansado y con cada paso que daba era como si retrocediera.

Cada ciclo era más abrumador: el cielo se oscurecía y parecía faltar mucho tiempo para llegar.

¿Sería esto causa de alguna contusión cerebral?

Cada persona a mi alrededor era extraña, me perturbaba su mera presencia. ¿Sería la forma en que caminaban: desganada, arrastrando los pies que rechinaban por la fricción? ¿Quizás la forma en que todos se aclaraban la garganta con un sonido gutural que no era para nada musical, sino metálico?

Pronto comencé a mirar. Me sentía enfermo, iba a enloquecer.

Quería gritar. Lo hice y nadie se inmutó, estaban enfocados en su caminar, tanto que se asemejaban a robots.

Los rostros se transformaban, el de cada persona que pasaba a mi lado.

¿Acaso era alguna mutación o estaba loco y era todo producto de mi imaginación?

Nariz plana, ojos desalineados, boca torcida y cuello más largo, ¿era eso incluso posible?

Cada persona era más fea que la anterior. Una digna abominación.

Quise correr, pero no podía: las piernas se movían automáticamente. No podía parar, ¿estaba destinado a caminar por toda la eternidad?

Pero en el momento en que sentí que el loop aterrador no iba a terminar, cuando pensé que nada más podría pasar, una puerta de la nada se abrió, un hombre prorrumpió en el curso de este interminable sueño desesperanzador, y gritó.

Gritó como si no hubiese un mañana, y todas y cada una de las personas que se encontraban en mis inmediaciones, se giraron hacia él. Lo observaban con ojos refulgentes, llenos de deseo y pasión, como si se tratase del jefe de su más anhelada ocupación.

En el segundo de calma lo observé: era alto, pálido, de rasgos bruscos, casi violentos. Era bello: sus rasgos, afilados; su mandíbula, cortada a cuchillo, y sus ojos, tan negros como la misma oscuridad, perspicaces. El rostro era plenamente dionisíaco.

Comenzó a hablar en una lengua ininteligible de toscos sonidos, pero todo parecían entenderlo. De repente, en un silencio pautado, una voz lejana se escuchó, lenta y melodiosa, pero seguía la misma entonación burda y soez que la del primero.

¿Era esto todo parte de un rito? Estaba más que claro: todos estaban quietos, embelesados con esas palabras crípticas, pero que en mí encendieron un fulgor inhumano: tuve ganas de cantar. No era una obligación, era un deber, debía completar el canto de la mujer.

Mi voz, reseca, sacó a todos de su realidad. Era tarde para huir, me habían notado.

El hombre gritó, ahora con más intensidad, mirándome fijamente a los ojos. Quise esquivar su feroz mirada, pero había algo que, a pesar del terror, me llamaba.

Otro deber. Hablar. Confesar mis deseos. Expiar mis pecados.

Me sacudí, saliendo del trance en que había quedado atrapado.

Mis piernas funcionaban.

El hombre sonrió con alegría maliciosa.

Dio una orden.

Observé la situación consternado, perplejo. ¿Qué estaba sucediendo?

¿Por qué todos se giraban hacia mí? Oh, no... ¿Qué había hecho?

Pero recordé y aquí iba de nuevo.

Me darían cacería: este sería mi eterno castigo en el infierno.

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⏰ Última actualización: Oct 05, 2023 ⏰

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