Capítulo 11

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Arribaron nubes negras para opacar la luz de las estrellas, y una humareda de polvo para asfixiar los pulmones

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Arribaron nubes negras para opacar la luz de las estrellas, y una humareda de polvo para asfixiar los pulmones. Anatar gritó de pura rabia ante el tendido cuerpo de Balin, soltando todo cuanto tenía en sus manos, para lanzarse en su ayuda. Lo arrastró de regreso a la montaña, mientras flechas se cernían sobre su cabeza, mas ninguna lográndola atravesar. 

— ¿B-Balin? —tartamudeo tras desfallecer en el interior de uno de los pasillos, donde el atisbo del exterior todavía se colaba en las paredes— Balin, por favor. —sus manos arrancaron de un jalón la flecha de su pecho, donde a borbotones escapaba la sangre, empapándola.

No hubo contestación, pero Anatar en ningún momento creyó que estuviera muerto, pues aquello no era justo, el destino no podía arremeter con tanta crueldad. Y, con una absurda esperanza en su corazón, no dudó instante alguno en defenderlo con su propia vida. Anatar se puso en pie, con su cuerpo flaqueando, sin embargo, cuando el primer orco se atisbó por el pasillo, sus hábiles manos no temblaron al tomar una flecha de su espalda. Preparó el arco y disparó, se acercaron de uno en uno, pues la caverna era demasiado estrecha como para soportar que vinieran en par.

Con cada rugido infame de aquellas bestias, Anatar se sobreponía con un grito mayor de ira, de una humanidad quebrada por el dolor. Los cuerpos se apilaron a la entrada, no llegando ni a cruzar más de dos metros antes de caer a plomo con una flecha entre sus ojos. Maldijo en tantas lenguas como supo, haciéndose su pérdida un eco en Moria y, cuando no restaron más flechas en su carcaj, el corazón empezó a temblarle de miedo. Dejó caer su arco, preparada para desenfundar su única arma blanca, una daga que no dominaba en su totalidad, cuando otro ruido muy distinto emergió del lado opuesto. En la oscuridad comenzaron a titilar media docena de llamas, bajas y rápidas, que eran precedidas por la sacudida del metal. Los enanos de Moria aparecieron en su auxilio, blandiendo las hachas y respondiendo a los berridos orcos, al igual que había hecho ella, con odio.

La lucha cesó con rapidez tras su llegada, dejando un reguero de cuerpos pestilentes y una sangre en sus barbas que llevaría mucho retirar. 

Anatar los observó, a cada uno de ellos, conocía sus nombres y sus historias, sus familias que los esperaban al otro lado de las montañas. Regresó la daga completamente limpia a su cintura, y dio un paso al costado, dejando a la vista a Balin, a quien la sangre le había dejado un manto carmesí, y la oscuridad un mortecino aspecto.

EL AMANECER DEL SOL ROJO ⎯⎯  ᴀʀᴀɢᴏʀɴDonde viven las historias. Descúbrelo ahora