Capítulo 4

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El terror circulaba por su cuerpo, como una sangre espesa que entumecía sus músculos

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El terror circulaba por su cuerpo, como una sangre espesa que entumecía sus músculos. A Anatar siempre le había caracterizado su bravura y coraje, pero en aquel instante, con la muerte colándose entre las rendijas del fuego, sus pies quedaron pegados a tierra. Su cuerpo mismo era un clavo de acero que, martilleado a base de miedo, quedaba fijo en su sitio sin posibilidad de huir.

La cólera de los orcos estallaba en gritos atronadores que rompían el cielo a pedazos, y las esquirlas caían sobre todos rasgando sus valías. Irrumpieron en los oídos de Anatar como un trueno distante pero, como en cada tormenta, este se acercaba cada vez más advirtiéndole poco a poco que debía alejarse.

Hasta que dejó de ser lejano, hasta que alcanzó a olerlo en el aire mismo que respiraba.

Y era ahora el metal, acero y flechas, cortando el aire. Rasgando segundos después una carne que no era suya, pero que se sentía como tal. El dolor era ajeno hasta que escuchaba los lamentos profesados por el desdichado, que sucumbió al cruel destino de la muerte. Se le despojaba de honor, fe y esperanza, y se reducía a cenizas todo lo que fue.

Era una ola de fuego y hierro, una que no dejaba más que polvo para atascarse en sus gargantas. al igual que se clavaba en sus pechos la cercana perdición con cada hacha blandida.

Rugidos no humanos. Gritos en llanto y agonía. El palpitar de un corazón, el suyo. Bombeaba con tanta fuerza que aturdiría sus oídos de no ser por el estruendo de la batalla. El mero ruido de la guerra alcanzaba a solidificar su sangre, enturbiar su vista como si las nubes hubieran descendido de sus hogares para acoger al suyo en una imagen sombría y gris.

Cada vez era más cercano el olor a metal, más intensa la sangre y más penetrante el quemar sobre su piel. El calor del fuego ya la rozaba, y unos copos plomizos cayeron sobre sus pestañas. Ceniza, adhiriéndose a cada centímetro de ella, a una nueva Anatar bendecida por el miedo.

Un polvo denso, como una humareda que rozaba el cielo con aura tétrica.

No supo que lloraba hasta que sus labios se empaparon tanto, que tuvo que relamerlos encontrando aquel sabor salado. Mas aquello se le volvió amargo, cuando un nudo en su garganta le impidió gritar. Frente a ella, un orco respiraba con tanta fuerza, que se asemejaba más a una bestia salvaje.

EL AMANECER DEL SOL ROJO ⎯⎯  ᴀʀᴀɢᴏʀɴDonde viven las historias. Descúbrelo ahora