Capítulo ocho

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𝘎𝘳𝘪𝘨𝘨

No dormí. En vez de hacerlo, me quedé despierto durante toda la noche contemplándolos dormir, abrazándose el uno al otro, abrazándome a mí.
Amanda, mi hermosa compañera, dormía desnuda con su cabeza reposando sobre mi hombro, su pierna enredada con la mía, y su brazo rodeando mi pecho. Incluso, en sueños venía hacia mí. La imagen hizo que la esperanza floreciera dentro de mi pecho; esperanza de que pueda ser mi compañera verdadera, de que aprendiera a amarme.
Estaba de espaldas a Rav, su cuerpo estaba abrazando el de ella por detrás en una postura protectora que no pude menos que aprobar. Su brazo era largo, y su mano también descansaba sobre mi pecho. Sus dedos sostenían ligeramente su muñeca, sujetándola, incluso, en sueños. Su roce no me perturbó. Él era mío, también, y no podía haber escogido un mejor segundo para mi compañera. Era un imponente guerrero de nuestro clan, extremadamente inteligente y feroz cuando era necesario. Sería un excelente compañero para nuestra Amanda, y con su alto rango como oficial superior en medicina, el riesgo de que nuestra compañera se quedara desprotegida por la muerte de sus dos compañeros en el campo de batalla era mínimo. Si llegara a morir en mi próximo ataque, él la cuidaría, la amaría, la follaría...
Ese pensamiento hizo que algo oscuro y desesperado retorciera mi estómago; algo que hurgaba en mi interior como garras, haciendo que mi alma derramara sangre, que ansiara y deseara. Un sentido de fatalidad se apoderó de mí como una tempestad. Era ese mal presentimiento que había sentido durante toda mi vida. Mi padre tenía razón. No tenía capacidad de mando. Era débil. Sentimental. Mi mente se cegaba con emociones y necesidades que ningún guerrero real se atrevería a sentir. No había notado que esas emociones existían hasta ahora. Hasta que conocí a Amanda.
Me liberé de los brazos y piernas de mi compañera, sintiendo que era imposible mantener a raya mi dolor, y me alejé silenciosamente del lecho. Al carajo con el capitán Trist y con su intromisión. Había una razón por la cual no había solicitado una compañera. No esperaba vivir tanto tiempo como para reclamar a una mujer y hacerla mía. Rav siempre había sabido que sería mi segundo, pero le había dejado en claro muchas veces que si quería solicitar una compañera propia, siendo él un Principal, entonces debería hacerlo. Tenía el rango y el status necesario para solicitar una novia. Había un buen número de guerreros que se sentirían honrados de ser su segundo.
Pero se negó. Habíamos hecho un juramento cuando éramos simples niños de que jamás nos abandonaríamos el uno al otro. Y lo habíamos cumplido.
A menudo, todo esto sería mucho más sencillo para mí si Rav me hubiera abandonado a mí y a mi cabeza dura. Quería que fuera feliz, pero estaba agradecido de que su lealtad sea y haya sido siempre inquebrantable. Para ser honesto, había terminado dependiendo de su mente aguda y de su influencia tranquilizadora mucho más de lo que quisiera admitir.

Y aun asi, había esperado. Estaba más enfocado en la posibilidad de morir que en la de vivir, o tener una familia. No quería que Rav llorara mi muerte. No quería que mi compañera llorara mi muerte. No quería... Amanda. Suspiró suavemente y se revolvió en la cama, intentando sentirme en sus sueños. Cuando no consiguió a nadie, acudió a Rav, dándose la vuelta para que su frente y nariz estuvieran presionadas a su pecho; sus brazos se envolvían alrededor de ella como si fuera su jaula protectora, mientras ella se acurrucaba más y volvía a sus sueños.
Ella era imprevisible, tal como lo era mi reacción hacia ella. Todo en ella era perfecto. No podía dejar de contemplar su peculiar cabello oscuro o sus suaves curvas redondeadas y muslos. La espléndida almohadilla que era su abdomen, y sus senos grandes. Sus labios, rosas e irresistibles, tal como los de su sexo. Estaba a punto de perderme en sus ojos oscuros cuando Rav estaba haciendo que se corriera, mientras su placer fluía a través de ella y ambos se rindieron ante mí, ante mi control. Mientras más pedía, más rápido se derretía. Tan sumisa. Lo había percibido en ella, sabía, por medio del collar, que eso era lo que quería. No, lo necesitaba con tanto desespero, tal como yo necesitaba dominarla. Era increíblemente perfecta para mí.
Aún más asombrosa era la intensa necesidad que sentía de controlar a Rav, de dirigirlo, de poseerlo en su totalidad, tal como poseía a mi compañera. No quería acostarme con él, pero necesitaba tenerlo, controlarlo, protegerlo y cuidarlo. Aquella necesidad volvía hacia mí, sin un origen específico, siempre que nuestra compañera estaba entre nosotros.
Era mío, y no podía comprender la pasión de mi necesidad instintiva de asegurarme de que haya entendido y aceptado mi dominancia y protección tan bien como Amanda. Repentinamente, me sentía irritado de que las pertenencias de Rav aún estuviesen en su cuartel privado y no aquí, conmigo y con nuestra compañera, en donde debían estar. Resistí el extraño impulso de despertar a Amanda y hablar con ella, de preguntar sobre su vida y darle un tour por mi nave; de lucirme como si fuese una joven promesa tratando de impresionar a una mujer, en vez de un comandante que no necesitaba impresionar a nadie.
En vez de preocuparme sobre mi comando, sobre las misiones de exploración, las estrategias de batalla, me senté como un tonto en la oscuridad, admirando su belleza. Conté sus respiraciones, resistiendo las ganas de despertarla y tomarla de nuevo, lentamente. Me imaginé besando sus labios, delineando su pie, memorizando cada una de sus curvas y depresiones, los lugares sensibles en su piel que la harían derretirse, o jadear, o correrse. Me senté solo en la oscuridad, preguntándome si mis compañeros tenían lo que necesitaban para estar cómodos, satisfechos, felices. Me preguntaba si sería suficiente para ellos. Quería ser suficiente.
Y yo nunca había necesitado ninguna maldita cosa. Jamás me metía en líos con nadie. Luchaba contra los ciborgs del Enjambre. Follaba por placer. Luchaba junto a mis guerreros para aplacar la furia que sentía en mi sangre, para defenderme del abismo de ira que amenazaba con ahogarme cada vez que hablaba con mi padre o veía a otro guerrero morir en el combate. Y a pesar de todo, todo esto se silenciaba cuando me encontraba dentro de Amanda, cuando la hacía correrse, cuando la llenaba con mi semen.
Al mirar a mis compañeros, algo salvaje y voraz se despertó dentro de mí, y me temía que ya nada sería capaz de calmarme. Me sentía como un alienígena en mi propia piel, como un extraño con pensamientos y deseos que no reconocía y no podía controlar.
Estar taciturno en la oscuridad no era algo que disfrutaba, así que me levanté y limpié mi cuerpo en silencio en la unidad GM. Mientras me colocaba un uniforme limpio por encima de los hombros, sentí el peso del mando, la responsabilidad que se cernía sobre mí como ninguna otra cosa lo había hecho, de una manera completamente diferente de lo que había sentido con mi compañera. Esto era familiar, normal. Cómodo.
En cinco minutos, había llegado al puente de mando, mi mente se encontraba felizmente carente de anhelo, desespero, deseo y confusión mientras estudiaba detenidamente los informes exploradores y hablaba con mis mejores capitanes sobre las batallas inminentes. Notaron el collar alrededor de mi cuello, pero fueron prudentes de no mencionarlo. No cuando sabíamos que había asuntos más apremiantes que el hecho de que haya conseguido una compañera.
El Enjambre vendría. El hambre que sentían por conseguir más cuerpos para convertirlos, por obtener más material en bruto para sus Centros de Integración, era insaciable. Ellos consumían toda forma de vida. Ese era su medio de subsistencia. Y mi batallón estaba en las líneas de fuego, tan cerca del mando central del Enjambre que a menudo combatíamos en dos o tres batallas más que los otros sectores.
Antes, ese pensamiento siempre me llenaba de vanidad. Nos encontrábamos en uno de los sectores más antiguos y mortíferos de la guerra. Mi padre se había encargado de eso, las expectativas que tenía para su hijo eran la única cosa más grande que su orgullo por los guerreros del clan de Zakar. El batallón Zakar jamás se reubicaría, jamás daría la marcha atrás. Nuestro clan había luchado en este sitio por cientos de años.
-Comandante, el intercomunicador -dijo mi oficial de comunicaciones desde su posición en el panel de comunicaciones.
-¿Mi padre?
-Sí, señor. Perfecto. Exactamente lo que no necesitaba ahora mismo.
-Transfiere la llamada al Eje.
El Eje era el apodo personal que tenía para la sala de reuniones de tamaño estándar que había en cada una de las naves. Este espacio privado estaba diseñado para celebrar reuniones con oficiales de alto rango en el que se discutían estrategias o negocios de la nave. Era el lugar en donde me reunía con mis capitanes, disciplinaba a mis guerreros y hacía planes de batalla.
Abandoné el puente de mando y caminé hacia la sala de reuniones. Algunos segundos después de que la puerta se hubo cerrado a mis espaldas, el rostro naranja oscuro de mi padre ocupó toda la pantalla cerca del muro. Había heredado sus ojos; pero el resto de mí, como el tono dorado de mi piel, se debía a mi madre. Su color de piel se había pasado de generación en generación desde la antigüedad, y siempre me consideró menos que él por no tener su tono mucho más oscuro.
-Comandante.
Nunca me llamaba por mi nombre, solo por mi rango; como si no fuese su hijo, sino un soldado solamente.
-Leí el reporte más reciente.
-Sí, padre. El Enjambre ha sido eliminado de ese sistema solar.
-Y casi mueres.
Y aquí íbamos de nuevo... -Estoy bien.
-Demonios, muchacho. Fuiste débil hoy. Una vergüenza. Te aconsejaría que pasaras algo más de tiempo en algún simulador básico de vuelo antes de que vuelvas a luchar junto a otra ala de combate. Puedes hacerlo mejor que eso. Eres un Zakar. No permitiré que las mujeres estén riéndose y piando sobre cómo fuiste expulsado de tu nave, flotando en el espacio como basura.
-Siento haberte decepcionado.
Su padre vociferó por varios minutos mientras describía, con todo lujo de detalles, las miradas compasivas y preguntas con preocupación que había tenido que soportar en el palacio del Prime aquella tarde. Me froté la nuca, haciendo mi mejor esfuerzo para ignorar esa bola de ira que se iba acumulando en mi estómago cada vez que debía mirar al hombre que me había engendrado.
-Que no suceda de nuevo. Eres un Zakar.
Ni siquiera se molestó en decir adiós, o en preguntar cómo me sentía. No le importaba. Esperaba que sobreviviera, que lo hiciera mejor, que estuviera a la altura del nombre de la familia.
Había escuchado sus sermones durante años. No habían logrado que mi pulso se acelerara o mi corazón doliera por bastante tiempo. No había permitido que mi padre perturbara mi equilibrio emocional desde que estaba en la academia. Pero esta noche me desplomé en la silla más cerca que encontré en la mesa de conferencias, y dejé caer mi cabeza sobre mis manos. Odio. Furia. Ira. Vergüenza. Amor. Todo esto giraba y daba vueltas en mi pecho hasta que no pude respirar.

Dominada por sus compañeros Donde viven las historias. Descúbrelo ahora