Capítulo Catorce

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𝘎𝘳𝘪𝘨𝘨

El comedor estaba repleto, y la cantidad de personas que se detenían para saludar a Amanda comenzaba a sacarme de mis casillas. En menos de una hora, los primeros soldados de la Tierra llegarían en los transportadores; y mi hermosa y tierna compañera me había convencido, de algún modo, de no matarlos.
—Señorita Zakar, Comandante, Doctor. El capitán Trist hizo una reverencia al levantarse del lado opuesto de la mesa redonda; su bandeja estaba vacía.
—Debo presentar un informe al puente de mando.
—Capitán —incliné mi cabeza mientras se iba.
A menudo comía aquí, pero antes de la llegada de Amanda, la mayoría simplemente asentía en silencio y pasaba de largo. Hoy, me sentía como si estuviera en el centro de un evento de una sola mujer.
Todos querían conocer a nuestra compañera, saludarla, decir sus enhorabuenas. Amanda lo tomó con calma, pues estaba sentada conmigo a su derecha y con Rav a su izquierda. Nadie se acercó tanto como para tocarla. Los eventos de ayer seguían estando demasiado frescos como para que Rav o yo la perdiéramos de vista. Los había sentido conectándose, reconfortándose el uno al otro; el pacífico torrente de emociones me reconfortaba, incluso,mientras me encontraba en el puente de mando, desde donde había enviado más de cien pilotos al combate. Habíamos perdido a una docena de ellos, pero habíamos hecho retroceder la invasión del Enjambre.
La guerra seguía. Seguía y seguía, maldición. Había estado luchando desde que era un muchacho; mi padre me arrastró con él al puente de mando cuando era solo un niño, para enseñarme estrategias. Para enseñarme cómo ejecutar un golpe mortal, cómo matar sin misericordia. Había estado luchando por veinte años, y cada una de las muertes hacía mella en mi alma. Estaba estropeado, agobiado.

Antes de que apareciera Amanda, me había obligado a luchar por el deber y el honor. ¿Ahora? Ahora solo luchaba por ella, y mi determinación de hacer retroceder las fuerzas del Enjambre, de protegerla tanto a ella como a toda mi gente, se posó como una montaña sobre mi pecho, imposible de mover y sin misericordia. Podría luchar por siempre solo por ella.
Ella jugaba con la comida en su plato; una expresión de disgusto se reflejaba en su hermoso rostro, y me di cuenta de que no había pensado en averiguar qué le gustaba comer a las personas de la Tierra.
—Lo siento, Amanda. Debí haber pensado en ordenar platos terrícolas para los programadores de las unidades S-Gen. Solucionaré esto de inmediato. Apoyó su cabeza contra mi hombro, tocándome con aquella tranquilidad y familiaridad que estaba comenzando a anhelar.
—Está bien, Grigg. Tienes cosas más importantes de las que ocuparte que mis papilas gustativas.
—No, amor. Por supuesto que no. Tú eres lo único que me importa. Lo decía en serio. Si la perdía, no tendría motivo alguno para seguir luchando. Estaría acabado. Sus ojos se abrieron cuando fallé en contener mis emociones, pero ya estaba harto de esconderle la ferocidad de mi devoción, de mi anhelo. Rav se movió en su asiento y estaba seguro de que él también lo había sentido, pues el vínculo creado por nuestros collares era una bendición y una maldición al mismo tiempo. Lo fulminé con la mirada, retándolo a decir algo. Lo que, por supuesto, sí hizo.
—Te lo dije, amor.
Ella sonrió, y su sonrisa se transformó en una pequeña risa.
—Sí, lo dijiste.
Sostuve su rostro entre mis manos y la besé una, dos veces. Justo allí, enfrente de todos, mientras un silencio anormal reinaba en la sala.
—¿Qué te ha dicho? —susurré.
La sonrisa reservada de Amanda destilaba misterio femenino, y deseaba poder arrojarla sobre la mesa y follarla hasta que escupiese la verdad.
Dios, necesitaba controlarme, pero sabía que no podría frenar mi naturaleza dominante hasta que ella fuese nuestra por siempre, hasta que nuestra ceremonia de reclamación haya sido completada; hasta que su collar se haya vuelto azul oscuro. Rav me salvó de hacer el ridículo en medio del endemoniado comedor.
—Le he dicho que eres un patético y desesperado desastre.
Pensé en desmentir sus palabras, pero el suave resplandor en los ojos de Amanda, la aceptación total que vi en su mirada, me hizo detenerme en seco. Lo sabía. Ya sabía la verdad.
—Sí, lo soy.
Admitirlo no me hizo sentirme débil. No me hizo ser la cosa en la que mi padre había dicho que me convertiría. En vez de esto, me hizo ser más fuerte, pues sabía que Amanda y Rav estarían allí para mí, apoyándome y alentándome. Amándome, sin importar la dificultad que estuviésemos atravesando.

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