DE LA VERGÜENZA

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Argumento:
Seducida... humillada... ¡embarazada!
Cuando Sophie, la doncella del hotel, le llevó el servicio de
habitaciones a Harry Styles, el magnate más desalmado de
Sicilia, su sexualidad descarada la tentó a correr el mayor de los
riesgos, a entregar su cuerpo al de él.
Harry era famoso por ser implacable, pero hasta a él le remordió la conciencia cuando la despidieron por su desliz. Encontró a Sophie trabajando en un bar, deshonrada, en la indigencia y
embarazada. Rechazado por su propia familia, Bastiano decidió que
iba a reclamar a su hijo... y a conseguir que la rebelde Sophie
llevara su anillo.

Prólogo
HARRY Styles había nacido con voracidad y había provocado un
problema. Su madre había muerto al darlo a luz y nunca había
revelado quién era su padre. Sin embargo, le había dejado lo único
que tenía; un anillo. Era de oro italiano con una esmeralda pequeña
en el centro y algunas perlas alrededor.
El tío de Harry, quien tenía cuatro hijos, había propuesto en un
principio que las monjas se ocuparan del pequeño huérfano que se
había quedado llorando en la maternidad del valle de Casta. Había
un convento que daba al estrecho de Sicilia y, normalmente, los
huérfanos acababan allí. Sin embargo, ese convento estaba en las
últimas. Las monjas estaban ocupadas, pero alguna se compadecía
de vez en cuando y lo tomaba en brazos un poco más tiempo del
que se necesitaba para darle de comer, solo de vez en cuando.
-Familia... -le había dicho el sacerdote a su tío-. Todo el mundo
sabe que los Conti cuidan de los suyos.
Los Conti dominaban el oeste del valle y los Di Savo, el este.
El sacerdote le dijo que la lealtad hacia los suyos estaba por
encima de todo. Por eso, después de las severas palabras del
sacerdote, el tío de Harry y su reticente esposa se habían
llevado al pequeño bastardo a su casa, pero nunca había sido un
hogar para Harry. Siempre lo habían considerado un intruso y, si
pasaba algo, era el primero al que echaban la culpa y el último al
que perdonaban. Si había cuatro dulces, no los dividían para que
hubiera cinco, Harry se quedaba sin dulce. Harry, que se
sentaba en el colegio al lado de Raul di Savo, había empezado a
entender por qué.
-Raul, ¿qué sería lo primero que salvarían tus padres si hubiese
un incendio? -le había preguntado la hermana Francesca en clase.
Raul se había encogido de hombros.
-Tu padre -había insistido ella-, ¿qué sería lo primero que se llevaría?
-Su vino.
La clase se había reído y la hermana Francesca, cada vez más
desesperada, se había dirigido a Harry.
-Harry, ¿qué salvaría tu tía?
Él la había mirado con sus serios ojos grises y había fruncido el
ceño mientras contestaba.
-A sus hijos.
-Correcto.
Ella había vuelto a la pizarra y él se había quedado con el ceño
fruncido porque, efectivamente, había sido la repuesta correcta. Su
tía salvaría a sus hijos, pero no a él.
No obstante, cuando tenía siete años, lo mandaron a recoger los
dulces y la esposa del pastelero le revolvió el pelo. Estaba tan poco
acostumbrado a las demostraciones de cariño que se le iluminó la
cara y ella le dijo que tenía una sonrisa muy bonita.
-Usted también -le dijo él.
-Toma -ella se rio y le dio un cannoli por haberle alegrado la
mañana.
Harry y Raul se sentaron en la ladera y se comieron el dulce.
Los niños deberían haber sido enemigos a muerte, los Conti y los Di
Savo se habían peleado durante generaciones por los viñedos y las
tierras del valle, pero Harry y Raul se habían hecho muy amigos.
Ese breve encuentro en la pastelería le había enseñado a
Harry que podía irle mejor con el encanto. Una sonrisa hacía
maravillas y más tarde aprendió a coquetear con los ojos, y lo
recompensaron con algo mucho más dulce que un cannoli.
Harry y Raul siguieron siendo amigos a pesar de las protestas
de sus familias. Solían sentarse en la ladera que había al lado del
convento, ya vacío, y bebían vino barato. Mientras miraban el valle,
Raul le contó las palizas que soportaba su madre y reconoció que
no tenía ganas de irse a la universidad en Roma.
-Entonces, quédate.
Era así de sencillo para Harry. Si él hubiese tenido una madre,
o alguien que lo quisiera, no se iría. Tampoco quería que Raul se
fuese, pero, naturalmente, no lo reconoció.
Raul se marchó.
Una mañana, cuando bajaba por la calle, vio que Gino salía
dando gritos de la casa de Raul y que dejaba la puerta abierta. Raul
no estaba y, dado lo que le había contado su amigo, él creyó que
tenía que comprobar que su madre estuviese bien.
-Señora Di Savo...
Llamó a la puerta abierta, pero ella no contestó. Sin embargo, oyó
que estaba llorando. Su tío y su tía decían que era una
desequilibrada, pero Maria di Savo siempre había sido amable con
él. Preocupado, entró y la encontró llorando de rodillas en la cocina.
-Hola...
Le sirvió una bebida, tomó un paño, lo mojó con agua y se lo puso
en el ojo morado.
-¿Quiere que llame a alguien? -le preguntó él.
-No.
La ayudó a levantarse y ella se apoyó en él mientras lloraba.
Harry no sabía qué hacer.
-¿Por qué no lo abandona?
-Lo he intentado muchas veces -contestó ella.
Harry frunció el ceño porque Raul siempre le había dicho que
le había pedido a su madre que lo abandonara y que ella se había
negado.
-¿No podría vivir en Roma con Raul?
-No quiere que vaya, me abandonó -Maria sollozó-. Nadie me
quiere.
-Eso no es verdad.
-¿Lo dices en serio?
Ella lo miró y fue a corregirla, a decirle que había querido decir
que habría gente que la quería... No él.
Ella llevó una mano a su mejilla.
-Eres muy guapo.
Maria le pasó una mano por el pelo tupido y moreno, pero él se
dio cuenta de que no lo hacía como la esposa del pastelero, que era
más... cariñosa. Él, desconcertado, le apartó la mano y retrocedió
unos pasos.
-Tengo que irme.
-Todavía no -replicó ella.
Maria llevaba solo un camisón y se le veían un poco los pechos.
Él se dio la vuelta para marcharse y para que ella no se
abochornara cuando se diera cuenta de que se le veían.
-No te marches, por favor.
-Tengo que ir a trabajar.
Él había dejado el colegio y estaba trabajando en el bar, que era
una tapadera para los asuntos más turbios de su tío.
-Harry, por favor...
Lo agarró del brazo. Él se paró y ella lo rodeó para ponerse
delante de él.
-Oh...
Ella se miró y vio que se le veían los pechos, pero Harry no miró y fingió que no se había dado cuenta. Pensó que ella se taparía, pero no solo no se tapó, sino que le tomó una mano y se la puso sobre la piel tersa. A él se le daban bien las chicas, pero el
seductor siempre era él. Calculó que Maria tendría unos cuarenta
años y, además, ¡era la madre de su mejor amigo!
-Señora di Savo...
Ella le puso la mano encima de la suya cuando fue a retirarla.
-Llámame Maria -le interrumpió ella con una voz grave y ronca.
Él podía oír su respiración profunda y, cuando ella retiró la mano,
él siguió con la suya en su pecho.
-Estás... duro -siguió ella mientras lo acariciaba.
-Gino podría...
-No volverá hasta la hora de la cena.
Harry solía llevar la voz cantante, pero no en esa mañana
ardiente. Maria volvió a arrodillarse, por voluntad propia esa vez, y
terminó al cabo de unos minutos.
Cuando él se marchó, juró que no volvería a ir allí. Sin embargo,
esa misma tarde fue a la farmacia, compró preservativos y estaban
en la cama una hora más tarde.
Era ardiente, intenso y prohibido, se encontraban siempre que
podían, pero nunca era bastante para Maria.
-Vamos a marcharnos de aquí -le dijo Harry.
Le habían pagado y tenía el anillo de su madre por si todo fallaba.
No podía soportar la idea de que ella estuviese con Gino ni un
minuto más.
-No podemos -replicó ella. Aun así, le pidió ver el anillo y él la
observó mientras se lo ponía-. Si me amaras, querrías que tuviera
cosas bonitas.
-Maria, devuélveme el anillo.
Era lo único que tenía de su madre, pero Maria no cedió y él se
marchó. Subió por la ladera del convento y se sentó para intentar
aclarase las ideas. Toda su vida había querido saber qué era esa
cosa tan esquiva que llamaban amor y había descubierto que le
daba igual. En ese momento, era él quien quería marcharse, y
quería el anillo de su madre.
Se levantó para bajar al pueblo que veía abajo y, entonces, un
coche a toda velocidad tomó una curva.
-Stolto -murmuró en voz baja.
Llamó «estúpido» al conductor mientras veía que tomaba otra
curva... y que se salía de la carretera. Corrió hacia los restos
humeantes, pero lo pararon y le dijeron que era el coche de Gino.
-¿Es Gino?
-¡No! -le gritó una mujer que trabajaba en el bar-. Llamé a Maria
para decirle que Gino estaba yendo hacia su casa y que estaba
muy enfadado. ¡Se había enterado de lo tuyo! Ella tomó el coche
y...

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