Argumento:
Tara sólo tenía diecisiete años cuando se entregó a Harry. Dio a luz unos
gemelos sin saberlo él y se inventó un matrimonio para proteger a los niños y ocultar su vergüenza.
Los años le habían dado experiencia, aunque nunca borraron el dolor de haber sido rechazada por Harry, así como tampoco el recuerdo de su gran pasión.
Encontrarlo de nuevo fue determinante, pero Tara estaba decidida a no hacerle saber el precio que, en silencio, había tenido que pagar por su primer y único amor.Capítulo 1⭐
DE no darse prisa, reconoció Tara mirando con resignación el reloj de pulsera, llegaría otra vez tarde a recoger a los gemelos.
Chas había estado ese día más difícil que nunca. En dos ocasiones exasperó
hasta las lágrimas a la modelo; únicamente la habilidad conciliadora de Tara logró que las cosas volvieran a marchar en orden.
No eran sólo la suerte y las buenas relaciones lo que había llevado a Chas a convertirse en uno de los mejores fotógrafos de la moda. Aún cuando el trato que daba a las modelos era casi brutal, Tara no podía menos que admirar su capacidad y férrea admiración en la búsqueda de la perfección de su trabajo.
Pero este día en particular, había estado insoportable, no sólo con la modelo y Tara conocía el motivo. Desde que empezaron a trabajar juntos, ella como su asistente personal, Chas no había ocultado que la deseaba. En cierta forma debía
sentirse halagada de ser la escogida entre tantas mujeres hermosas que, por otro lado, estarían encantadas de entregársele, pero también había que tomar en consideración que Chas era lo bastante astuto como para no darse cuenta de que aquéllas lo harían gustosas, siempre que ello significara un paso más en su profesión,
mientras que Tara… Reprimió un suspiro de impaciencia en el momento que él le daba algunas instrucciones acerca del revelado de las fotografías que había tomado.
Para ella la fotografía había sido uno de sus pasatiempos favoritos, pero cuando después del nacimiento de los gemelos fue abandonada, volvió a ella como un medio para sobrevivir. Esperaba, a largo plazo, montar su propio estudio; así se lo planteó a
Chas el día que entró a trabajar con él, aunque la verdad era que cada vez se sentía menos capaz de dejarlo, no quería fallarle ya que había sido paciente al enseñarle todos y cada uno de los “trucos fotográficos”, inclusive en los últimos días le
permitía hacerse cargo de los trabajos de rutina sin supervisarlos. No, no se trataba de asuntos de trabajo lo que estaba volviendo a Chas insoportable. Y en cierta forma le parecía ridículo que él la encontrara deseable; a los veinticuatro años era madre de
dos gemelos de seis años, y hacía mucho que no pensaba en sí misma como objeto de los deseos de un hombre.
—Y no te olvides que ya tenemos encima ese trabajo del fin de semana —fueron las últimas palabras de Chas mientras ella se dirigía apresurada hacia el sitio donde había estacionado el auto.
Se refería a un encargo al que Tara temía. Se trataba de tomar algunas fotos en Leeds Castle, lo que llevaría todo un fin de semana. Pretextó no poder dejar solos a los niños, pero Chas le contestó que su ama de llaves estaría encantada de cuidarlos.
Lo que en realidad quería evitar ella era que la relación con Chas durante ese fin de semana cobrara otras dimensiones, hecho que, sin duda, Chas tomaría como una ofensa y por lo mismo Tara podría perder el trabajo que tanto le apasionaba y que,
por otro lado, le dejaba excelentes ganancias.
Suspirando, entró en su pequeño auto antiguo y enderezó el retrovisor.
Veinticuatro años, pensó e hizo una mueca de desencanto. No hizo el intento de mirarse en aquél, lo cual era ridículo ya que bien recordaba haberse visto mayor a los dieciocho. Dieciocho… Otra mueca y se echó el cabello largo, color castaño, hacia
atrás. Acostumbraba hacerse una trenza antes de ir al trabajo, pero esta vez se levantaron tarde y no hubo tiempo para nada. Su rostro, sin maquillaje, permitía ver las pecas de la nariz. El color de sus ojos era un verde extraño que cambiaba de
acuerdo con su estado de ánimo.
Puso el auto en marcha y casi grita al mirar de nuevo el reloj. Su piel
conservaba todavía un ligero bronceado del viaje que hizo a Grecia, con Chas, a principios de año. A regañadientes, su madre cuidó de los niños durante ese tiempo, porque aún no aceptaba el hecho de que fuesen hijos naturales. Tara frunció el ceño
al entrar de lleno en el tránsito. El haberse hecho pasar por viuda al llegar a Londres, lo hizo no sólo por consideración a los niños; tal como descubrió enseguida, si bien
ciertos sectores de la sociedad terminaban por aceptar el nacimiento de niños fuera de matrimonio, había llegado a hartarse de hombres que ofrecían afecto y comprensión con la creencia de que su condición de madre soltera les aseguraría un
pronto acceso a su lecho. No tardaban en comprender su error, lo mismo que ella.
Dejó el pueblecito donde había pasado los últimos días de su embarazo, en casa de unos tíos, y se lanzó al anonimato de Londres, en donde a nadie le importaría
demasiado cuestionar su prematura viudez.
Y había tenido suerte. Logró que los pequeños fuesen admitidos en una
excelente guardería, y ella continuó con sus estudios, que había interrumpido a partir de la noticia de su embarazo. Imposible pensar en asistir a una universidad, pero como secretaria al menos tendría asegurado lo indispensable. Un imprevisto premio, el “Premium Bond”, le facilitó los medios para dar la cuota inicial de un apartamento en lo que había sido un barrio poco decoroso en Londres, pero que últimamente comenzaba a ganar fama debido a la gran cantidad de parejas jóvenes que se estaban
estableciendo allí; con el dinero que le sobró inscribió a sus hijos en un jardín de niños particular. Por cierto, que esto último fue motivo de disputa entre ella y su madre. Esta se había mudado al mismo pueblo donde Tara dio a luz a los gemelos, y vivía quejándose de que no podría soportar la vergüenza de vivir en el mismo lugar que había sido testigo de la desgracia de su hija. El padre de Tara murió en un accidente automovilístico cuando ella tenía cinco años, de manera que apenas
guardaba algún vago recuerdo de él; así pues, su madre y sus dos tíos constituían toda su familia. Y la verdad es que se sentían incómodos con ella, por lo que sus visitas eran esporádicas. Su madre tenía un mal concepto de las escuelas particulares,
así que Tara tuvo que obrar con tacto para darle a entender que ella quería lo mejor para sus hijos.
Al enterarse de su embarazo, su madre le propuso que diera al niño en
adopción, cosa que Tara por supuesto nunca aceptó. Por otro lado, no existía ni la más remota posibilidad de que el padre se casara con ella. Su mirada se ensombreció y apretó con fuerza el volante. A pesar de su intento por borrarlo de la mente, aquel
total rechazo tenía aún el poder de hacerle daño.
Cientos de recuerdos buscaron agolparse en su cabeza, pero la realidad se impuso y terminó concentrándose en el volante y en lo que debería hacer esa tarde.
Realmente cerca del estudio estaba el jardín de niños, una de las razones por las que lo había preferido.
Sintió un alivio al ver estacionados fuera de la escuela otros autos; madres que llegaban también a recoger a sus hijos. Sonrió un tanto divertida al comparar su estropeado mini con los lujosos autos en que llegaban la mayoría de las mujeres.
Una elegante rubia le sonrió en cuanto bajó del auto. Tara contestó esbozando a su vez una sonrisa, mientras que con la mirada buscaba en el patio las familiares cabezas oscuras de sus gemelos, y dejó escapar un suspiro al descubrirlos jugando en
el resbaladero.
A primera vista, ninguno de ellos tenía el más mínimo parecido a ella; también habían heredado el atractivo de su padre, sin embargo, la niña tenía la inconfundible gracia femenina.
Tara suspiró al pensar en su linda y voluntariosa pequeña, que empezaba a mostrar un malicioso gusto por frustrar a su madre, que a su pesar reconocía en la niña la necesidad de la guía firme y afectuosa de un padre. Mandy era la personificación misma de la feminidad desde su nacimiento y Simon una robusta réplica en miniatura de su padre. Al igual que su hermana sufría por la falta de un
padre, sólo que en él se revelaba en una melancolía que podía leérsele en los ojos, y en su tendencia a aferrarse demasiado a la protección que Tara les brindaba.
Para variar, fue Simon el primero en descubrirla y echar a correr hacia ella, abrazándola mientras que Mandy lo seguía.
—Llegas tarde —la reprendió Simon después que Tara los había besado.
—Lo sé, cariño —respondió Tara, suspirando.
—¿Irá el tío Chas a casa esta noche? —preguntó Mandy. Ocasionalmente Chas pasaba a casa de ellos para discutir algún asunto de trabajo, lo que en realidad la pequeña tendía a desaprobar.
Tara iba diciéndoles que no era seguro, cuando la rubia que le había, sonreído al llegar se acercó con un pequeñito de la mano, sonriendo al reconocerla.
—¡Tara —exclamó—, estaba segura de que eras tú!
Tara supuso que realmente no la había reconocido al principio y se sintió mal.
—Susan —temió qué su voz la delatara.
—Qué increíble coincidencia —expresó la otra sin percatarse si quiera de que Tara no gustaba de su presencia—. Tiene lo menos siete años que no te veo. Ni siquiera me avisaste qué te irías de Hillingdon —le reprochó—. ¿Son tus niños?
—Sí —respondió Tara desesperada por escapar de ahí. Pero fue imposible
porque enseguida optó por volcarse en admiraciones para ellos, y tomando en brazos a su pequeño, le dijo que tenía tres años y que se llamaba Piers.
—Como su abuelo —agregó haciendo una mueca de desprecio—. ¿Sabes? No puedo creer todavía que te haya vuelto a encontrar. Por supuesto que casi siempre es el chofer quien viene por Piers a la escuela. ¿Qué te has hecho? —dirigió la mirada hacia el estropeado auto de Tara, sin duda, comparándolo con el suyo—. Te casaste, ¿verdad? Tu marido…
—Él, John murió poco antes del nacimiento de los gemelos —mintió Tara con voz casi ronca, agachándose para amarrar las agujetas de los zapatos de Simon, lo que le permitió ocultar un momento el rostro a quien, alguna vez, había sido una de
sus mejores amigas. ¿Por qué había tenido que pasar esto? ¿Por qué encontrar precisamente a Susan entre tanta gente?
Susan adoptó en seguida una actitud compasiva.
—¡Oh, pobrecita! —exclamó, mirando significativamente a los niños, a la vez
que agregaba —: Espero no tengas problemas; sé muy bien lo que la falta de un padre representa. Mi madre se divorció de mi padre cuando yo tenía cuatro años.
Creo que nunca te lo dije. Me molestaba que se supiera. ¿Sabes? Se volvió a casar
—añadió con indiferencia y sin percatarse de la tensión de Tara—. Mientras más vieja, escoge maridos más jóvenes. Ahora vive en los Estados Unidos. Creo que de todos
los padres que me consiguió, mi predilecto fue Harry. En realidad, nunca creí que no fuera mi progenitor. Era maravilloso y divertido, ¿lo recuerdas?
¿Cómo no recordarlo?, pensó Tara fingiendo una sonrisa, a sabiendas de que rompería a llorar.
—Sí —musitó.
—¡Oye, debemos volver a reunirnos! —concluyó Susan, entusiasta—. Habrá tanto qué contarnos. Nosotros acabamos de comprar una casa en el campo, sobre todo pensando en Piers. De momento sólo la usamos los fines de semana, aunque mi esposo espera resolver desde allá sus negocios, ocasionalmente. Este fin de semana
iremos, ¿quieres acompañarnos? A los chicos les encantará, estoy segura.
—Yo…
—No puedes negarte —suplicó Susan—. Piénsalo, aquí tienes mi número
telefónico —garabateó en un pedazo de papel que le entregó a Tara—. Nunca pude explicarme por qué te fuiste así de Hillingdon, aunque supongo que con mis catorce
años no pensarías hacerme de ningún modo tu confidente. Fuiste tan buena conmigo en la escuela, como la hermana que nunca tuve. ¿Recuerdas? Parecías adivinar los
problemas que tenía con mi madre. Creo que hasta llegamos a compartirlos, aunque en diferente forma. ¿Y no te sucede igual que a mí, que quisieras darles a tus hijos
todo el amor y comprensión que nosotras no tuvimos? —se interrumpió porque su auto estaba estorbando una salida; apresurando a Piers y gritándole a Tara por encima del hombro se alejó—. ¡Y no olvides que el fin de semana lo pasarás con nosotros!
En el camino de regreso a. casa Tara se sentía aturdida.
Habían crecido muy unidas; tanto como hermanas, lo había dicho Susan.
Cuando Tara supo que ésta había sido abandonada a su suerte en el enorme
cobertizo de una de las casas de la señora Harvey, su madre, consiguió pasar el fin de semana al lado de Susan. Y como por entonces ella estaba estudiando para obtener su
matrícula en el Nivel–A, siguiendo su ejemplo Susan había cobrado un vivo interés en su propio trabajo. “La pequeña bienhechora”, había sido uno de los más crueles apodos que su madre le puso, porque, aparte de la falta de interés de su hija, la señora Harvey se sentía contrariada por la amistad que existía entre ambas chicas.
Por aquellos días era muy poco lo que Tara sabía acerca del pasado de Susan.
Rara vez estaban sus padres en casa; de hecho, la primera vez que se encontró con su padre, no sabía quién era. Sucedió un fin de semana que pasó en casa de Susan.
Despertó en la noche y quiso tomar algo de beber. Bajó la escalera hasta la cocina, y al abrir el refrigerador se dio cuenta de que no estaba sola. Al temor siguió la curiosidad al percatarse de que el exhausto hombre que yacía sobre la mesa era nada menos que el padre que Susan adoraba, por lo que no pudo reprimir un vago
sentimiento maternal cuando éste levantó la cabeza y la miró con expresión de cansancio.
Le había preparado algo enseguida, recordó vividamente. Él había comido casi sin apetito. Fue años después, víctima del intempestivo abandono, que se percató de lo poco aceptable que sus consideraciones y guisos debieron parecerle a él,
probablemente demasiado amable como para hacérselo notar. Harry tenía debilidad por los niños y los perros. El problema había sido que Tara no se comportó como tal
y ninguno de los dos quiso reconocerlo hasta que fue demasiado tarde.
—¡Mamá, tengo hambre! —el grito imperativo de Mandy la sacó de sus
pensamientos. Agotada, apagó el coche y ayudó a los niños a bajar. El guiso que había preparado en la mañana, antes de salir, despedía un aroma agradable. Envió a los chicos a su cuarto a cambiarse de ropa y a lavarse, mientras ella ponía la mesa.
La hora de la comida representaba lo mejor de su día. Durante esta, los
chiquillos por lo general le contaban las anécdotas del día, a las que ella daba gran importancia. Simon solía hablar con solemnidad; en cambio, Mandy, lo hacía con viveza.
Bajaron juntos por la escalera vistiendo igual.
—Simon no pudo amarrarse los zapatos —se burló Mandy—, así que yo lo hice.
Reprimiendo un suspiro, Tara les revisó las manos. Era muy natural, y lo sabía, que Mandy fuese más despierta que su hermano, sólo que le inquietaba que esa actitud tuviese como resultado que Simon no avanzara conforme a lo normal.
Ambos comieron hasta quedar satisfechos. Tara poseía una excelente sazón y como además se había propuesto aprender, había logrado que los niños no rechazaran la comida. El presupuesto, aceptó Tara, no les permitía darse ciertos lujos,
pero al menos les proveía de una dieta variada y hasta donde era posible, procuraba mantenerlos alejados de los dulces.
Todo hacía suponer que Mandy sería delgada, mientras que el niño, robusto, o al menos eso sospechaba Tara, ya que se parecía mucho a su padre.
Siempre después de la comida se daba una hora para jugar y leerles algo.
Mandy, la inquieta, se llegaba a aburrir durante las lecturas, en cambio Simon siempre pedía más. Casi idénticos en facciones, sin embargo, eran diferentes en todo
lo demás.
La madre de Tara había iniciado una campaña tendiente a lograr que ésta se casara; cada vez que la visitaba le rezaba una larga lista acerca de los beneficios que para los niños eso significaría. Sólo que Tara se resistía. Por un lado, el pensar en casarse representaría tener que comprometer a alguien con respecto a la paternidad de los niños, cosa que estaba lejos de desear y, por el otro, se expondría a un nuevo rechazo.
Otras mujeres, y Tara lo sabía, habían tenido la misma experiencia sin llegar a los mismos resultados, sólo que para entonces ella era demasiado sensible; quizá en forma exagerada, lo aceptaba, como también que sus temores acerca de Simon nacían
del hecho de su propia sospecha de que éste hubiera heredado de ella dicha vulnerabilidad.
Le parecía increíble que hubiera alguna vez experimentado el placer que de momento no era más que un vago recuerdo, pero que entonces la indujo a negar sus principios y escrúpulos hasta el punto de que nada importaba fuera del deseo de ser
poseída por Harry; y eso aún cuando ella sabía que en aquel momento él estaba ofuscado por una terrible mezcla de cansancio y despecho.
No precisamente un bello recuerdo, pero le había servido para aprender a
controlar sus emociones. Él había jurado amarla, pero su posterior comportamiento lo desmentía. Lo que había sentido por ella no era más que un deseo impulsivo y ella,
profundamente enamorada de él, no hizo sino fomentar aquello e incitarlo a que la amara. El resultado de esa aventura fueron los gemelos, y ahora Tara vertía en ellos el amor que había mantenido oculto.
No era partidaria de sostener aventuras fugaces y si bien no faltaban los hombres que le confesaban su deseo por ella, sabía mantenerlos a distancia. Chas era
el más decidido, aunque ella se sabía dar a respetar; sólo que no le hacía ninguna gracia saber que los arranques de ira contra las modelos se debieran a su frustración
por las constantes evasivas de Tara.
Como fotógrafo, Chas era un verdadero profesional, pero Tara sospechaba que un buen día le recordaría que a fin de cuentas en sus manos estaba el dejarla sin
empleo. Hasta el momento no se había valido de ese recurso, lo que Tara admiraba en él; pero ese fin de semana había que ir a Leeds Castle a realizar el estudio fotográfico. Intentó encontrar alguna excusa para no asistir y cuando, por último, le
dijo a Chas que simplemente no estaba dispuesta a separarse de los pequeños, él le contestó que podían ir todos.
De pronto recordó la invitación de Susan; podría servir como excusa irrefutable e incluso evitar que Chas adivinara sus temores.